Nos han vendido que la Navidad es alegría, unión y celebración. Pero, ¿qué ocurre cuando no sientes eso? ¿Qué pasa cuando todo ese bombardeo de ... luces, villancicos, celebraciones y buenos deseos se siente como una suerte de ruido ensordecedor, vacío e impuesto?

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Hay quienes, cada diciembre, experimentan una sensación de rechazo profundo hacia estas fechas, y rechazados son, a su vez, por encarnar el papel de auténticos 'Grinchs'. ¿Pero y si el Grinch no es el villano, sino un síntoma de algo mucho más humano?

La Navidad, tal como la conocemos hoy, es una construcción cultural y comercial diseñada para ser omnipresente. No hay rincón del mundo que escape a su influencia. Y aunque sus raíces sean tan dispersas y poco claras como las estrellas de invierno, el peso de su imposición es innegable. A medida que diciembre avanza, el mensaje no deja espacio para matices: «Sé feliz, celebra, compra, comparte. Si no lo haces, estás fuera del juego».

Y fuera de juego parecen quedar quienes no desean celebrar, simplemente porque la llegada del solsticio de invierno «les trae al fresco»; o porque no comparten el trasfondo religioso de la Navidad, o porque su realidad está en las antípodas de esa fantasía idílica de abundancia y unión.

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Para ellos, ese mandato de alegría compulsiva provoca un rechazo que va mucho más allá del simple mal humor o amargura, convirtiéndose en una resistencia legítima al peso emocional y social que esta festividad puede ejercer.

Y es que la Navidad no solo es un refugio cálido, sino también un escaparate de heridas abiertas. Están quienes enfrentan la silla vacía que antes ocupaba alguien irreemplazable; los que llegan con el cuerpo agotado de lucha contra enfermedades que no entienden de treguas festivas; los que ven en las cenas familiares no un consuelo, sino un recordatorio del caos, de sus diferencias, de sus traumas, de sus fracasos; los que cuentan monedas con la esperanza de que salgan las cuentas; los que sobreviven a las tensiones que se enmascaran tras brindis estandarizados, y los que no sobreviven a ellas; los que en plena soledad reciben como aguinaldo migajas de compañía comprada, y los que no tienen soledad ni pagando por ella.

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Esta festividad, que para muchos es un paréntesis mágico que ofrece la oportunidad de disfrutar de lo importante de la vida, tomando conciencia de la vulnerabilidad propia y ajena, es para otros, no tan pocos, una lupa implacable que agranda lo que más duele.

Entonces, ¿qué hacemos con la Navidad? ¿La abrazamos o la rechazamos? Tal vez lo más justo sea liberarla. Sacarla de su envoltorio comercial, arrancarla de la tiranía de las emociones obligadas, y devolverle su esencia: un tiempo voluntario de pausa, de reflexión, de reconexión con lo que realmente importa. No deberíamos necesitar este exceso concentrado de celebraciones, de regalos, de luces, de encuentros, para sentir la solidaridad, la generosidad, el amor de los demás, para sentir la Navidad. Lo que que necesitamos es honestidad. Honestidad para admitir que no todos la vivimos igual, para reconocer que detrás de las sonrisas forzadas hay cansancio, duelo o soledad. Honestidad para dejar a cada quien decidir cómo y cuándo qué celebrar. Y para aquellos que apuestan por la Navidad, recordar aquella frase de Dickens, en Un cuento de Navidad: «Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré mantenerla todo el año».

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