Hace unos días leí en el diario El País una entrevista a la escritora portuguesa Lidia Jorge, que acaba de publicar en España su novela 'Los memorables', sobre la Revolución de los Claveles. La entrevista se produjo en la casa en la que la escritora ... ha vivido toda la vida y contaba cómo de niña se despertaba con el ruido que hacía su abuela trajinando, de madrugada, con un cubo de zinc. «Se levantaba a eso de las cuatro y media, tardaba una media hora en dar de beber a los animales y luego volvía a acostarse. Yo me quedaba en la cama admirada de que hiciese aquel esfuerzo cada noche. Nunca pude decirle esto a mi abuela, pero ese sonido del cubo continúa en mi vida», decía en la entrevista.
Publicidad
Traigo este párrafo a este espacio porque me hizo recordar las cosas pequeñas que nos acompañan durante toda la vida, calladamente pero con tanta intensidad que al final llegan a convertirse en la mejor explicación de lo que somos. El sonido del cubo de zinc en la madrugada acompañará siempre a Lidia Jorge, y a mí me acompañará siempre la pequeña encomienda que me tenía mi abuelo –y como la escritora portuguesa con su abuela, tengo una deuda con él porque tampoco se lo dije nunca– de ir a recoger el periódico al coche de línea cuando lo traía a mi pueblo cada tarde.
Si alguna vez me preguntaran qué es lo más importante que he hecho en mi vida podría contestar con toda seriedad que recoger el periódico cada día (este periódico, además). Lo he hecho desde que tengo uso de razón hasta esta misma mañana. Y de todas las maneras: yendo a recogerlo al Leda de las seis y media de la tarde, cuando el autobús desde Badajoz llegaba a Higuera de Vargas. En los veranos, cuando estaba en la finca Mantillón, entre Valverde y Táliga, lo recogía al vuelo, en la carretera: Julián, el cobrador, lo tiraba por la ventanilla aprovechando que el autobús aminoraba la velocidad en un cabezo. O, si aquella tarde el Leda iba muy despacio, a paso de hombre, lo cogía de su propia mano, enrollado, como los atletas se pasan el testigo.
Años más tarde, en Badajoz, recogía el periódico todas las mañanas del balcón de casa al que el repartidor lo tiraba con puntería de arquero (muchas veces, en la madrugada, oía el golpe al aterrizar entre las macetas de mi madre, como Lidia Jorge oía el cubo de zinc de su abuela). He recogido el periódico del buzón y del portal y, desde hace veinte años, de la puerta de la calle.
Publicidad
Si me preguntan qué es lo más importante que les he enseñado a mis hijos diría lo mismo: que me hayan visto recoger el periódico cada día. No solo porque estoy seguro de que recoger el periódico ha marcado mi destino y me hizo periodista y con ello contribuí a traer el pan a casa, sino porque tal vez no hay mejor puerta a la complejidad del mundo que la que se abre al recoger el periódico. Que el periódico haya compartido la vida de mi familia tan intensamente que basta el gesto de recogerlo todas las mañanas para explicar lo que somos lo considero algo así como un legado. La herencia que dejo.
No quiero ver el día en que abro la puerta de mi casa al levantarme y ya no está el periódico. No quiero verlo. Ese trago, no.
Escoge el plan de suscripción que mejor se adapte a tí.
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.