
Una guerra de memorias civiles
Troy Nahumko
Sábado, 12 de abril 2025, 08:06
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Troy Nahumko
Sábado, 12 de abril 2025, 08:06
Los Peta Zetas impactaban en tu lengua cual granada en un armario: una explosión que hacía que los fuegos artificiales de Sídney parecieran bengalas en ... manos temblorosas. Dato: Incluso ahora, cincuenta años después, con sólo cerrar los ojos eres capaz de invocar el espectro de ese sabor.
No era sólo el azúcar azotando tu torrente sanguíneo como si fuera la tensión de una silla eléctrica defectuosa en uno de esos estados retrógrados donde los gobernadores todavía se excitan firmando sentencias de muerte; no, era la salvaje anticipación que retorcía tu joven cerebro. Después de una semana de pura guerra psicológica a cargo de las masoquistas trajeadas de pingüino, a cuyo lado Dante pareciera un escritor de panfletos de viajes, ésta era la recompensa.
Pero ese tormento era sólo la mitad de insoportable que esperar a que aquel cura terminara sus amenazas cósmicas. Pero esa era la regla del abuelo, ese granuja tramposo: nada de dulces hasta después de la misa dominical.
Los recuerdos domingueros con tu abuelo eran como esos Peta Zetas: intensos, embriagadores, imborrables. Estos rituales se convirtieron en el andamiaje del amor en tu cerebro en desarrollo: retorcido, quizá, pero genuino. Los viejos no se revelan directamente a los niños. Hablan a través de rituales, de caramelos después de misa, de manos callosas sobre los hombros. Porque mientras tú estabas persiguiendo subidones de azúcar, él te alimentaba con algo totalmente distinto: historias.
Comenzaron dulces, esos cuentos. Historias heroicas sobre el orden, la disciplina, la gloria del «antaño». Pero al morder más fuerte, aparecían las grietas. Una mofa a la «debilidad» de la democracia. Un brindis por los hombres de uniforme que «sabían limpiar la porquería». Cuando tu lengua percibió la acidez bajo el azúcar, ya era demasiado tarde: el regusto ya estaba en tu sangre.
Es curioso cómo funciona el cerebro. Te permite conservar el calor de su risa, aunque intente vomitar el resto. Aún puedes saborear los dulces y oír los sermones, de todo tipo: los del púlpito, y los de él.
Pero el tiempo es un editor salvaje. Cuanto mayor te hacías, más te fijabas en los periódicos que leía, en los odiosos programas que zumbaban los domingos por la tarde. Los comentarios casuales sobre «esa gente» que se escabullían en las conversaciones del comedor. Una conciencia tranquila suele ser señal de mala memoria, sobre todo cuando se trata de una guerra civil. Todos buscamos razones para creer en lo absurdo, pero a algunos se les da mejor.
Quizá sea eso lo que más te atormenta de esos Peta Zetas: no sólo su explosiva dulzura, sino cómo representan tu propia complicidad. Cada domingo tomabas las chuches sin rechistar, construyendo monumentos de afecto a un hombre cuya brújula ideológica apuntaba directamente al infierno. ¿Era ciego tu amor infantil, o lo sobornabas para que callara a cambio de unas pesetas?
No hay una resolución clara, ni un cuento moral con una lección templada. Sólo la desgarrada realidad de que los humanos pueden ser, simultáneamente, fuente de ternura y recipiente de odio. Kundera advirtió que la lucha contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido.
A sabiendas, parece que muchos han elegido voluntariamente lo segundo.
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