
Cuando el este fue el oeste
El cristianismo no solo nació en Oriente Próximo, sino que una vez miró más lejos de esa dirección en sus relatos fundacionales
Troy Nahumko
Sábado, 4 de enero 2025, 07:53
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Troy Nahumko
Sábado, 4 de enero 2025, 07:53
La Teherán moderna se desprende de los montes Elburz como una tela quimérica desenrollada. Empieza fresca y limpia, pero a medida que se agota su ... esplendor, se vuelve más polvorienta y deshilachada en los bordes a medida que pierde altitud y se apaga a las puertas de Kavir, el Gran Desierto Salado. En cuestión de 30 kilómetros, la metrópolis desciende 600 metros desde las ricas y modernas alturas del norte, atraviesa la niebla tóxica que asfixia perennemente a la megaciudad y luego se desvanece en las urbanizaciones más humildes y desordenadas que han engullido los márgenes del desierto.
En uno de estos pueblos más tradicionales y conservadores, ahora devorado por la ya metastatizada capital, aún se alza la antigua parada de caravasares de Rayy. Un lugar por el que tal vez pasó un joven italiano llamado Marco Polo en el siglo XIII en ruta hacia su destino con el gran emperador mongol Kublai Khan.
Más adelante, en la Ruta de la Seda, en Saveh (o Kashan, según la transliteración), el genovés se topó con un edificio cuadrado que albergaba tres sepulturas, cada una de ellas con un cadáver impoluto, con barba hipster y pelo estilizado. Preguntó por los alrededores, pero nadie fue capaz de decirle quiénes eran esos incorruptibles Matusalenes.
Fueron otros tres días de viaje hasta que descubrió que se trataba de tres «reyes» que habían partido de Oriente para adorar a un profeta en Judea. Llevaban consigo los obsequios clásicos de la época: oro, incienso y mirra. De hecho, estos regalos se elegían para determinar si era un dios, un rey terrenal o un médico. Si aceptaba el oro, sería el típico Borbón o Windsor, es decir, un rey terrenal. Si le agradaba el incienso era un dios y si deseaba la misteriosa mirra era un sanador.
Tras consultar con Herodes, estos magos encontraron finalmente al niño profeta. El más joven entró primero y encontró al niño aparentemente igual que él. El mediano entró a continuación y, al igual que el primero, encontró al profeta aparentemente de su misma edad. Por último, entró el mayor y, vaya usted a saber, le ocurrió lo mismo. Para aclarar este truco circense acordaron entrar juntos y, para su sorpresa, encontraron un bebé de apenas trece días. Asombrados por el milagro, presentaron sus regalos y, en un gesto verdaderamente trinitario, el niño se llevó los tres. A cambio, el niño les dio una cajita cerrada.
Sabemos que la curiosidad mató al gato, y lo mismo podría decirse de los camellos. Los tres reyes no veían la hora de llegar a casa para abrir la caja y, cuando por fin lo hicieron, sólo encontraron una pequeña piedra. Decepcionados, arrojaron la piedra a un pozo y se vieron sorprendidos por el estallido de una llama que creó la luz eterna que se convertiría en el fundamento de otra fe monoteísta, el zoroastrismo.
Con tantos de sus seguidores insistiendo xenófobamente en que su fe es la base de Occidente, el relato de Polo sirve como un recordatorio más de que el cristianismo no sólo nació en Oriente Próximo, sino que una vez miró más lejos de esa dirección en sus relatos fundacionales.
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