
¿Sabrán que es Navidad?
¿Se podrá felicitar en Siria la Navidad el año que viene?
Troy Nahumko
Viernes, 20 de diciembre 2024, 22:54
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Troy Nahumko
Viernes, 20 de diciembre 2024, 22:54
Sucedió al fondo de un callejón que se iluminaba con lo que parecían agujeros de bala en techo de hojalata oxidado. En mi memoria era ... la escena que más representa la Navidad. Con ello no me refiero al artefacto cónico de tortura medieval de día y árbol de Navidad de noche que vician todas las plazas de la península. Tampoco me refiero a los anodinos motivos que jalonan las calles del país y que tan ineficazmente intentan poner un toque laico a las generosas donaciones de nuestras arcas a los Ebenezers de Iberdrola.
Aquí, donde el pasillo de claroscuros se encuentra con la amplia plaza, las capas de la historia se alzan frente a ti como un milhojas. En el patio amurallado se podían descifrar los restos de un antiguo templo arameo dedicado a Hadad-Raman. Desde allí, una serie de pilares romanos sostenían una columnata que conducía a una entrada semiderruida que los romanos habían construido después de asimilar a Hadad con su propia deidad del trueno, Júpiter. En el centro se alzaban los restos bizantinos de una enorme iglesia que había estado dedicada a Juan el Bautista hasta que el califa al-Walid I la convirtió en un templo que aún se conoce como Mezquita Omeya.
En las transiciones se podía palpar la integración de los ritos semíticos en el solsticio romano de Saturnalia. En el aire flotaba el recuerdo del olor del acre humo del papiro de las hogueras cristianas fundamentalistas cuando éstas dieron conscientemente la espalda al conocimiento acumulado del mundo clásico, implantando su oscura y fatalista visión del monoteísmo y, por tanto, del mono-pensamiento.
Luego vino la versión posterior de fervorosos creyentes, igualmente convencidos de que su nuevo profeta era el único intérprete de los caprichos de su dictador celestial, aunque su capa de cal dejara deformados, pero visibles, los murales cristianos de la iglesia y los mitos que los acompañaban. Todo ello a las puertas de un bullicioso mercado que exhibía los postulados del consumismo desenfrenado que supone ahora la Navidad.
Estaba pidiendo un helado de pistacho, a pocos pasos de donde Saulo de Tarso se cayó del caballo, cuando me di cuenta de que el vendedor no sólo me estaba dando el helado, sino que quería darme su número de teléfono. Me encontraba en un país islámico y otro hombre me coqueteaba abiertamente.
Pero este era un país que desafiaba los estereotipos. A pocas manzanas de allí, mientras sonaba la música en las tiendas del barrio armenio, había visto más carne expuesta que en Ibiza. Los libreros del zoco también hacían un buen negocio. El régimen de Assad lanzaba bombas de barril y arrasaba barrios enteros si te oponías a él, pero bajo el gobierno de Bashar existía un delgadísimo barniz de estabilidad. Como Sadam y Muamar antes que él, era la única deidad a la que la gente debía temer y obedecer.
Ahora, el depuesto dictador vive entre botellas de vodka vacías en la gélida Moscú, mientras la colonia mediterránea de Rusia adquiere un marcado sabor turco bajo el expansionista y cada vez más islamista Erdogan. La gran pregunta ahora es: ¿se podrá felicitar allí la Navidad el año que viene?
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