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Troy Nahumko
Sábado, 11 de noviembre 2023, 07:47
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Troy Nahumko
Sábado, 11 de noviembre 2023, 07:47
Érase una vez un tiempo en el que aquello no empezaba hasta después del megapuente de diciembre. Luego, a medida que Amazon se colaba insidiosamente ... en todos nuestros hogares, aquello empezó a aparecer con el Black Friday.
Pero eso no fue suficiente. Ahora se ha adelantado en el calendario y aparece después de Halloween, la tuneada celebración del Día de Todos los Santos que tanto les gusta odiar a los ofendiditos. Mira hacia arriba y las verás colgadas entre las farolas, el presagio de la estación más larga de España, la de las luces de Navidad.
Ah, las luces de Navidad. Esas luces parpadeantes y chillonas que puntúan nuestras largas y oscuras noches de invierno, como los intermitentes letreros de neón de clubs de mala reputación que bordean las autopistas. Estas ostentosas muestras, que pretenden invocar un sentimiento de alegría, se han convertido en un distintivo de las fiestas navideñas.
Sin embargo, cuando se examinan los orígenes de estas iluminaciones, queda claro que sus primeras versiones tenían más que ver con la extravagancia y la opulencia que con un auténtico espíritu navideño.
A finales del siglo XIX, inventores y empresarios vieron la oportunidad de aprovechar el poder de la electricidad para obtener beneficios comerciales. Es aquí donde comienza la historia de las luces de Navidad, no en un pesebre, sino en los salones de los capitalistas.
Hay que reconocer el genio de aquellos pioneros como Thomas Edison y Edward Johnson, que en la década de 1880 colgaron las primeras luces eléctricas conocidas como adornos para las fiestas navideñas. La exhibición de Edison en su árbol era todo un espectáculo. Sin embargo, aunque estas maravillas tecnológicas eran sin duda impresionantes, sus humildes orígenes pronto pasaron a un segundo plano ante la comercialización de la Navidad.
La adopción de las luces eléctricas como tradición navideña no era solo un símbolo de ingenio, sino también un reflejo de una floreciente cultura de consumo. Cuantas más luces uno pudiera permitirse, más opulento sería su despliegue. Las luces navideñas de hoy se parecen más a una feria que a la conmemoración solemne de una fiesta religiosa. Ahora es un espectáculo, una distracción y un testimonio del poder del consumismo.
Ahora asistimos a una especie de carrera armamentística, en la que ciudades de todo el país compiten por eclipsarse unas a otras con los espectáculos de luces más ostentosos. La extravagancia de Vigo, por ejemplo, es noticia todos los años.
La idea de modestia y el verdadero espíritu de la Navidad parecen desvanecerse en las sombras, sustituidos por el glamour y la grandiosidad de la luz eléctrica. La Navidad se ha convertido no en una época para la reflexión, la caridad y la buena voluntad, sino para el exceso, el consumo ostentoso y la rivalidad.
Puede que los primeros pioneros de las luces navideñas se maravillaran ante la magia de la iluminación eléctrica, pero es importante tener en cuenta la trayectoria de esta tradición. Lo que empezó como un testimonio del ingenio humano y un guiño al espíritu festivo de la Navidad se ha convertido, con el tiempo, en un testimonio flagrante de nuestros excesos y nuestra obsesión por las apariencias y, por supuesto, las compras.
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