Hasta hace nada, viajar era un placer. Salvo para Elcano y los suyos, a los que casi no les arrienda la ganancia de ser los primeros en dar la vuelta al mundo, viajar es un regalo para los sentidos. Decía el trotamundos de Cervantes que ... el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho, y para reafirmarlo escribió la primera 'road movie' de la Historia, que es el Quijote.

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Literatura y viajes han ido siempre de la mano porque el hombre ejerció de nómada prácticamente desde la creación: salió del Paraíso a explorar el mundo y ya nunca se detuvo. 'La Epopeya de Gilgamesh', el poema más antiguo que se conoce, narra el largo periplo emprendido por el legendario rey de Uruk hacia el 2750 A.C. Una odisea repleta de aventuras y animales fantásticos que, aún sin conocerla, acabaría remedando Homero con sus argonautas, y pondrían en práctica 'Las mil y una noches', Marco Polo y los viajeros musulmanes, como el célebre Ibn Yubayr, natural de Játiva, la ciudad de los papas Borja, que narró sus andanzas por países exóticos y su peregrinación a La Meca, tal y como haría en sentido opuesto Domenico Laffi, el clérigo boloñés que nos descubrió la ruta jacobea como metáfora del viaje interior y místico.

Las etapas de nuestras vidas, el aprendizaje adolescente que nos encamina a la madurez, van ligadas a las literatura de viajes: de Salgari a Julio Verne, de Swift a Stevenson, de Kerouac a Bukowski, un buen puñado de autores que deberían pertrechar la maleta de todo erasmus que se precie. Nuestros hijos son hoy cosmopolitas, ciudadanos universales, que han superado con creces la generación que pasó de comprar toallas en Elvas y ver películas picantonas en Perpiñán, a protagonizar toda una saga de 'Españoles por el mundo'. Viajar se ha convertido en una imposición de nuestro tiempo.

Sin embargo, una cosa es el viajero, con pátina de romántico decimonónico, y otra el turista. Con su sagacidad proverbial, Chesterton decía que el viajero ve lo que ve y el turista lo que ha venido a ver, es decir: trampantojos, en el mejor de los casos. Como en Venencia, un escenario huero y sin sustancia, rendida y abandonada por sus propios habitantes a la nueva invasión bárbara. Las hordas de turistas se extienden a lo largo y ancho del planeta: el Museo del Louvre y la Gran Muralla parecen siempre el primer día de rebajas en El Corte Inglés, y las kilométricas colas para subir al Everest superan en mucho a las de los sentidos súbditos de Su Graciosa Majestad frente a la abadía de Westminster. Hay listas de espera para subir a la Luna y los grandes cruceros, con capacidad de hasta 10.000 personas, amenazan con colapsar las ciudades del Mediterráneo. En Barcelona existen plataformas de vecinos contra el turismo de masas y los ayuntamientos de Santiago, Granada y Málaga se plantean imponer tasas para compensar los sobrecostes en transporte, seguridad y limpieza. Definitivamente, viajar era un placer.

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