El Nilo recorre Egipto de sur a norte aglutinando en sus orillas la mayor población; como siervos adorando a un dios, así se adaptaron los egipcios a sus crecidas cíclicas. Apenas hay transición entre la aridez del desierto y la fertilidad de sus dos orillas, ... todo lo que se aleja del agua es yermo. Cereales, hortalizas, frutas, especias, plantas aromáticas… crecen en las dos riberas; más allá, solo arena.

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Atravesamos el país siguiendo el curso del agua, por tierra, Nilo y aire, desde Abu Simbel hasta Alejandría. Navegamos entre Asuán y Luxor en uno de los cuatrocientos cruceros fluviales, es una travesía silenciosa y placentera, solo las palmeras que dejamos atrás atestiguan el movimiento. El silencio es roto por los gritos de los vendedores, que ofrecen su mercancía a bordo de precarias lanchas, amarradas previamente y con gran riesgo a los buques; desde los botes lanzan paquetes de vestidos, manteles, pashminas, que, como proyectiles plastificados, aterrizan en la cubierta del crucero con precisión milimétrica, la de quien lleva años haciéndolo. La transacción de la compra venta es tan ingeniosa como sencilla: cuando el turista se ha decidido a comprar pone su dinero en uno de los paquetes y lo arroja al bote-tenderete; el cambio no supone problema alguno, se acepta cualquier moneda, libras egipcias, euros… Este tipo de comercio se basa en la confianza que el egipcio deposita en el turista, sabiendo que la mercancía será devuelta o pagada. Cuando llegamos a la esclusa de Esna, paso obligado para salvar el desnivel del agua, los vendedores no dejan de mostrar sus artículos mientras sortean la mole del navío por un lado, y el muro hormigonado de la esclusa por el otro. ¿Pericia o necesidad? Solo por el espectáculo que dan merecerían venderlo todo.

He visto manadas de perros deambulando por todas partes: en la explanada de Abu Simbel, en las calles de El Cairo, dentro de los templos, en el cementerio copto, delante de las pirámides o bajo los nudos viarios. No tienen rumbo, me parece, y me pregunto a dónde irán, qué comerán o qué husmean; muchos dormitan en mitad de la arena, no buscan una sombra porque nada escapa al dios Sol. He observado que alguno se aparta del grupo con una bolsa entre los dientes, supongo que contendrá comida y querrá darse un festín. No molestan a nadie y nadie los molesta a ellos; solo los perros policía llevan arnés y correa. Nada disturba tampoco la paz de los pájaros que han construido sus nidos en las oquedades de algunos templos; aletean inquietos cuando la cámara de un turista curioso se acerca demasiado a sus crías. Los gatos están curados de espanto, del interminable ruido de zocos y mercados, allí duermen despreocupados bajo un carro de libros o en una caja de frutas; juegan y corren entre pies y ruedas sin temer ser pisados o aplastados.

Los antiguos egipcios adoraban a pájaros, leones, serpientes, cocodrilos, monos, perros; culto plasmado en paredes, techos y columnas. Hoy, los perros custodian las dos orillas del Nilo, palacios, pirámides y templos, con su deambular eterno.

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