Cuando pase el tiempo necesario para que podamos mirar con perspectiva qué ha significado la crisis de la covid-19 estoy seguro de que recordaremos muy destacadamente nuestros fracasos sanitarios y económicos. Han sido tantos y tan profundos que ni los más miopes de entre ... los que hagan balance podrán orillar los estragos en vidas humanas y en deterioro de los servicios asistenciales y de la economía que ha supuesto la pandemia. No estoy tan seguro, sin embargo, si en ese balance se mencionará un factor huidizo porque no se atiene a cuantificación pero que está resultando imprescindible para que la catástrofe haya alcanzado las dimensiones que tiene: la ignorancia. No la ignorancia de los científicos que al principio del coronavirus aventuraron que su capacidad de contagio era menor que el de la gripe común, o que el calor o la edad podrían ser factores que dificultaran la circulación del virus y que por tanto decaería durante el verano o afectaría menos a los países con población más joven. No me refiero a la ignorancia por falta de elementos para conocer, sino a la ignorancia consciente o mucho más que eso: la empecinada, la ignorancia mantenida con voluntad de negarse a conocer. Si quienes la practican, porque para esa ignorancia se necesita ser militante, estuvieran solos en el mundo sería una ignorancia suicida. No lo están, su decisión tiene consecuencias más allá de sí mismos y, por tanto, se trata de una ignorancia que causa muertes a terceros. Un ejemplo entre miles de ese tipo de ignorancia es la que impulsa a esos cientos de personas que se juntaron el sábado en Marbella para ver a Kiko Rivera.
Publicidad
La aprobación y reparto de las vacunas ha traído un inmenso alivio y, por fin, un sólido rayo de esperanza de que la pandemia puede ser vencida en un plazo razonable. Pero esa esperanza ha hecho que aflore una nueva versión de ignorancia punible: la de quienes no quieren vacunarse. No querer vacunarse es una decisión que puede revestirse de cuantas excusas se quiera –las hay delirantes con participación extraterrestre y chips que nos convierten en zombis; las hay religiosas, filosóficas y algunas incluso revestidas de un halo de rebelión digno de muchísimas y variadas mejores causas–, pero a la postre ninguna de ellas puede enmascarar esta: no querer vacunarse es dar por bueno el virus. Desde el pasado mes de marzo (en China desde meses antes) vivimos exactamente en el mundo en que viviríamos si, habiendo vacuna desde el principio nadie, por extraño que parezca, hubiera querido ponérsela. Quizás la más precisa definición del mundo desde que se tiene noticia de la covid-19 es la de un mundo sin vacuna contra ella. Por tanto, desde que la tenemos, lo menos que cabría exigir a quienes se resisten a vacunarse –incluyendo también aquí a los cínicos que quieren ser los últimos no por solidaridad sino por comprobar en otros sus eventuales efectos indeseables–, es que acompañen su negativa con una defensa de la covid-19 y de los efectos que ha tenido. Exigirles a estos ignorantes homicidas que, al menos, no nos tomen por tontos y que griten ¡viva el virus! porque, aunque lo nieguen, están de su parte.
Escoge el plan de suscripción que mejor se adapte a tí.
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.