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Desde lo alto de la torre del castillo de Feria, que mide 40 metros de altura, el viajero se siente señor de los mil kilómetros cuadrados que abarcaba el antiguo señorío de Feria. Pero la mirada llega mucho más lejos y se puede distinguir Elvas en los días claros y gran parte de la inmensidad inabarcable de la provincia más grande de España: Badajoz.
Feria es un faro, un emblema, una referencia, una tentación... El viajero que va camino del sur por la mañana, vislumbra el pueblo y el castillo en lo alto, dominando la llanura: es una visión tan hermosa que no necesita promoción. Feria es una tentación que se vale por sí sola. Y al anochecer, cuando el viajero vuelve del sur, la visión luminosa del pueblo a lo lejos atrapa la mirada y parece decir ven... Así que no nos demoremos más, dejemos para un tiempo mejor los viajes largos y exóticos y acerquémonos a conocer Feria, uno de los destinos de turismo interior más fascinantes de Extremadura.
Pero estábamos en lo más alto, en la torre del castillo o paseando por sus murallas, porque en Feria, lo primero que se hace es subir al castillo para dejarse asombrar por el paisaje lejano y por la sencillez inmediata y hermosa de un pueblo que este año cumple medio siglo como conjunto histórico-artístico, merecido título conseguido en 1970.
La torre y las almenas de esta fortaleza, levantada por los Suárez de Figueroa entre 1460 y 1513, son una instructiva atalaya desde la que conocer la provincia de Badajoz como si consultáramos un mapa: a un paso, Fuente del Maestre, blanca y llana; al sureste, Zafra, más allá, la Campiña y las sierras fronterizas con Andalucía. A nuestras espaldas, los montes que esconden tres pueblos imprescindibles de nombre largo y arquitectura asombrosa: Burguillos, Jerez y Fregenal. Y otro faro, Magacela, que ejerce en la Serena la misma función de símbolo y referencia que ejerce Feria en Tierra de Barros. Allí está Mérida y allí, Hornachos, aquello es Villafranca...
Asombrados por la inmensidad, descendemos a lo particular y bajamos del castillo hacia el pueblo, que ocupa las faldas del monte y nos va descubriendo joyas como la ermita de la Candelaria o El Rincón de la Cruz, foto obligada entre plantas verdes y paredes blancas, exaltando la fiesta principal del pueblo, la Santa Cruz, que tiene hasta una casa museo donde se entiende su esplendor.
A los de Feria se les aplica el gentilicio de coritos. Su origen es incierto: podría tener que ver con la elevada posición de la localidad o estar relacionado con la supuesta procedencia vasca de sus primeros pobladores tras la Reconquista cristiana, pero ninguna teoría es avalada por el rigor histórico.
Seguimos descendiendo y nos encontramos la iglesia parroquial de San Bartolomé, levantada en el siglo XV y con una destacada portada renacentista. Al lado, el ayuntamiento, soportales y arcadas mudéjares y una plaza alargada convertida en una especie de plataforma a medio camino entre la entrada del pueblo y el castillo. Seguimos paseando por Feria, descubriendo calles con gracia y rincones preciosos convertidos en improvisados miradores, y nos marchamos llevándonos bollos caseros, buen vino, ricas patatas fritas artesanas y la satisfacción de haber disfrutado de una tarde de turismo interior que ha valido la pena.
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