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J. R. ALONSO DE LA TORRE
Miércoles, 26 de marzo 2014, 13:41
Cuando en 1981 llegué a trabajar a un instituto gallego, era un joven profesor de 23 años tan lleno de entusiasmo que la dirección del centro escolar me encargó enseguida la organización de las actividades extraescolares. Organicé ciclos, talleres, campeonatos, conferencias y certámenes y lo anuncié todo en tres grandes cartulinas. Mis compañeros me dieron caña hasta en el cielo de la boca, pero no porque las actividades culturales carecieran de interés, sino porque las cartulinas estaban escritas en castellano y no en gallego.
Descubrí así que con las cosas de la lengua hay que andarse con cuidado, pero fue un golpe tan inesperado e incomprensible que tuve que tomarme, por primera y única vez en mi vida, un Valium. Descubrí así un nuevo tipo de drogadicción: el dopaje lingüístico. Pero no escarmenté.
La lengua es algo sagrado, casa mal con la ironía y, como dice Goethe, "hay que tratarla con la exagerada seriedad del búho". Pero siempre acabo pasando de Goethe en este punto y en Extremadura me sucede como con las cartulinas gallegas: si quiero que me pongan a pan pedir en las cartas al director, me basta con escribir sobre A Fala y, diga lo que diga, me asaetearán por ignorante y, de paso, por un sinfín de defectos más.
Y eso que en Extremadura no tenemos lengua propia porque no nos pareció oportuno en su momento. Ese parecería nuestro talón de Aquiles a la hora de montar las piezas de nuestro nacionalismo Ikea. Sin lengua no hay nación y nuestro Estatuto no la defiende, frente a los de Valencia, Navarra, Islas Baleares, País Vasco, Cataluña, Aragón, Galicia y Castilla y León, que sí la mencionan en sus leyes fundamentales.
Vayamos por partes. Las lenguas nacionales surgieron en Europa hace menos de 200 años. Es más, algunas como el serbio y el croata, se están diferenciando en este momento. En el siglo XIX, la mitad de los franceses no hablaba francés, solo 600.000 italianos de 22 millones hablaban italiano toscano y el 50% de los 16 millones de españoles no empleaba el castellano. La extensión obligatoria de estas y otras lenguas fue una decisión política.
También fue política la creación de lenguas nacionales en Noruega, Grecia o Israel. De eso no hace nada. Y la normalización y normativización del gallego, el catalán y el vasco empezó hace 100 años y no tomó forma hasta finales del siglo pasado. En gran parte, se trató de un proceso artificial en el que se trataba de buscar las palabras que más se diferenciaran del castellano.
En Galicia, entre perto y preto para referirse a cerca, escogieron preto, que era más raro. Recuerdo que después del incidente de las cartulinas "españolistas", me puse a estudiar gallego como loco y en un par de meses lo hablaba y escribía. Pero cometí un error gravísimo: en Galicia pugnaban dos normativas por imponerse, yo estudié en manuales y diccionarios reintegracionistas (cercanos al portugués) de Carballo Calero y la norma que se impuso fue la contraria. Así que siempre empleé un gallego lusista no oficial.
Las lenguas nacionales de España se han creado en gran parte mediante un trabajo de laboratorio: escogiendo, cuando no creando, confrontando y desechando palabras, reglas y pronunciaciones hasta fijar una norma. Si alguna vez quisiéramos tener nuestra pieza lingüística para un nacionalismo Ikea, solo deberíamos hacer lo mismo y seguir a entes ya creados como el Órgano de Seguimiento y Coordinación del Extremeño y su Cultura (OSCEC), cuyos miembros se reúnen en Cáceres todos los meses tras recoger palabras y usos por los pueblos. No inventan, solo protegen y analizan. Tienen una gramática asentada, un diccionario con 18.000 entradas y ahora están con la ortografía. Lo mismo sucedió en otras regiones con reales academias, gramáticas o institutos de la lengua, con la diferencia de que allí les hicieron caso en las instituciones, recogieron sus aportaciones en los estatutos y a quien se desmarca, Valium y leña.
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