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En bici. Jordi, en el descampado que había frente a Can Roca, que se ve al fondo. Rico, rico. Montserrat da a probar a Joan uno de sus guisos. La barra. Un joven Joan atiende la barra del bar familiar. :: el celler de can roca.
Can Roca, la casa madre

Can Roca, la casa madre

C. BENITO

Domingo, 7 de junio 2015, 10:21

O curre todos los días, a eso de las doce. Decenas de cocineros de El Celler de Can Roca, que esta semana ha vuelto a ser proclamado el mejor restaurante del mundo, salen del establecimiento con sus chaquetillas de un blanco cegador, como palomas que han decidido súbitamente levantar el vuelo. Echan a andar, en animada procesión, y al cabo de unos cien metros se meten en otro restaurante mucho más viejo, mucho más humilde, mucho más barato: se trata de Can Roca, el local que los padres de los tres hermanos -Joan, el cocinero; Josep, el sumiller; Jordi, el repostero- abrieron en 1967 en Taialà, un barrio obrero del extrarradio de Girona que entonces se estaba llenando de trabajadores llegados de otras tierras.

Aquellos emigrantes de Andalucía o de Asturias, bien cargados de ilusiones y añoranzas, encontraron en la casa de comidas el ambiente acogedor y la cocina casera que tanto echaban de menos. Se convirtieron en algo así como la familia extensa de los tres hermanos Roca, niños de bar que se aplicaban con los deberes en alguna mesa libre, montaban partidos de fútbol con las chapas de cerveza y se dejaban las rodillas en el descampado que se extendía al otro lado de la calle. Las rutinas de los fogones pautaban la vida con sus sabores y sus aromas, como un complemento sensorial a la frialdad del calendario: los lunes tocaba preparar las 'pilotas' para la escudella; los martes, las butifarras; los miércoles, ese sofrito que se dejaba toda la noche a fuego lento; los jueves, los canelones; los viernes, un ejército de flanes.

Y, mientras tanto, también se iban cocinando a fuego lento algunas vocaciones muy especiales. A Joan, la madre le encargó una chaquetilla cuando tenía 9 años, porque ya empezaba a ponerse latoso con lo de aprender a cocinar arroces. Y a Josep le tocó ser el chico de las bebidas, el que bajaba al sótano para rellenar las botellas de vino: nunca ha olvidado el placer clandestino de los sorbitos de Ponche Caballero, ni su extrañeza ante el amargor adulto del licor de alcachofa Cynar.

El local de la barbería

Hoy, mientras El Celler reina en el torbellino de la vanguardia gastronómica, en Can Roca todo continúa igual que siempre. «En doscientos metros cabe de un extremo al otro de la gastronomía. En Can Roca no han querido cambiar nada desde que éramos pequeños, y es fantástico que siga así: nos reconforta», ha declarado esta semana Joan Roca, siempre propenso a volver la vista hacia aquellos días largos de la infancia. En la cocina del viejo restaurante, controlando los enormes peroles de macarrones o pollo guisado, está aún la madre de los hermanos Roca, Montserrat Fontané, aunque ella puntualiza que ahora solo suele trabajar «un rato». Tiene 79 años y empezó de sirvienta a los 13, pero el momento determinante de su vida fue la puesta en marcha de Can Roca: su marido, Joan, conductor de un autobús de línea, tenía parada delante de aquel local que se había quedado vacío, después de haber funcionado como barbería. Se lanzaron a abrir su negocio, conocido en la zona como 'el bar del chófer', y pronto las recetas de Montserrat y de su suegra, Angeleta, se habían ganado la lealtad de muchos paladares.

-Montserrat, ¿se acuerda de la primera vez que sus hijos les hicieron la comida a ustedes?

- Fue una Navidad que nos prepararon una cena muy bonita. Todo estaba muy bueno. O a lo mejor no tanto, pero hecho por ellos sabía muy bueno.

-¿Y qué pensó cuando Joan y Josep decidieron abrir su restaurante? Al principio estaba aún más cerca...

- Después de que Joan hiciese la mili, compramos la casa de al lado con la idea de que pudiese vivir allí uno de ellos. Cuando Joan y Josep nos dijeron que querían usarla para abrir un restaurante, yo pensé: '¡Qué hemos hecho, Dios mío!'.

- ¿Entiende la cocina de sus hijos?

- Algunas comidas las pruebo y digo: 'Esto es mi sopa'. Reconozco mis recetas en el sabor de algunos platos. Otras cosas no las entiendo: a veces no sé lo que hacen, sobre todo después de que fuesen a Sudamérica.

Ciertamente, en algunas de las preparaciones deslumbrantes de El Celler late la sabiduría de Montserrat y de la 'iaia' Angeleta, esa memoria gustativa que tantas veces ha servido de guía a los tres hermanos. Joan suele hablar con nostalgia de las habas estofadas, los pies de cerdo con nabos o aquellas costillitas de cordero a la brasa que la abuela les cortaba con tijeras, para que las fuesen comiendo con las manos acompañándolas de pan con tomate: hace unos años, transformó aquel momento irrecuperable de la niñez en un plato de nueva cocina, del mismo modo que su hermano Jordi creó un helado de manzanas al horno inspirado por un postre de su madre.

De doce a doce y media, el comedor de Can Roca está tomado por el personal de El Celler. Después las palomas vuelven a levantar el vuelo y regresan a su cocina futurista, para dedicarse a sus alquimias misteriosas. Dejan el sitio a los parroquianos de siempre, una clientela fiel dispuesta a dar buena cuenta del estofado de los miércoles o del arroz a la cazuela de los jueves. «El menú cuesta once euros: es rico y barato», se publicita Montserrat, que ya se ha acostumbrado a servir también a algún sibarita aventurero, empujado allí por el deseo de probar el restaurante donde comen los mejores.

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