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Reto intergeneracional

El reto demográfico es la potenciación de la intergeneracionalidad para combatir la despoblación del medio rural acompañado de servicios públicos de calidad que retengan y refuercen sinergias entre el talento sénior y junior

SANTIAGO CAMBERO

Domingo, 30 de septiembre 2018, 23:01

VIVIMOS en una época de cambios o en un cambio de época que está afectando a los estilos de vida, condicionados por la forma de interpretar nuestra propia naturaleza y la de todo lo existente, la llamada cosmovisión como conjunto de percepciones, creencias y valoraciones sobre el entorno que nos rodea. Desde la globalización, la democratización, el desarrollo y el crecimiento económico hasta el impacto de las tecnologías digitales o la biomedicina, que pretenden mejorar las condiciones de vida de la población mundial, aunque haya quienes sufren los antagonismos del hambre y la pobreza, las guerras y los desastres naturales.

A pesar de la distribución desigual de las bonanzas y los males sociales por el globo terráqueo, el contexto mundial se caracteriza por un hecho histórico singular hasta la fecha, como sería la revolución demográfica que está modificando el perfil de la población, las familias y las organizaciones. Este cambio demográfico muestra el aumento progresivo de la esperanza de vida, es decir, la media de años que vive una determinada población absoluta o total en un cierto período. Sin duda, la expectativa de vida está condicionada por la edad, género y país de la persona, pues un niño nacido hoy en Suiza alcanzaría edades avanzadas a los 80, mientras que otro niño en Angola podrá cumplir algo más de 50 años. Hay diferencias, pero hace cuatros décadas la diferencia superaba los 30 años entre países desarrollados y en vías de desarrollo. Así, este índice de esperanza de vida, junto al de educación y al de producto bruto interno, compone el índice de desarrollo humano que evalúa la calidad de vida de los países, de modo que no es lo mismo vivir en Noruega que en Níger.

El otro indicador que refleja esta revolución demográfica es el descenso de la tasa de fecundidad, como ocurre en España, donde el número medio de hijos por mujer se situó en 1,31 el año pasado, mientras que la tasa de natalidad se sitúa en 8,4 nacimientos por cada mil habitantes y es la más reducida de toda la serie histórica, que se remonta a 1976. Desde luego, no podemos esperar un nuevo Baby boom, ni fomentar el natalismo con políticas demográficas nacionalistas que no logran el objetivo planificado por el establishment para variar el curso de la historia demográfica en ceteris paribus.

Este panorama mundial expresa la conquista de la democratización de vivir todas las etapas del ciclo de vida por cualquier persona en condiciones estandarizadas, en contraposición con aquellas élites que nacían como niños, crecían como jóvenes y envejecían como ancianos frente a la mayoría social que no lograban la senectud en antiguos periodos históricos. En nuestros días observamos con normalidad la edad provecta, la vejez, la longevidad de centenarios que forman parte de nuestras familias y comunidades locales. De ahí que esta revolución demográfica estimule cambios sociales en la asignación por género de roles productivos y reproductivos, las relaciones entre personas de distintas edades, los tipos de empleos más demandados, la extensión y usos del tiempo libre, etc. Un futuro de incertidumbres, pero de evidencias sobre la existencia de personas de edades avanzadas que enseñen a los miembros de otros grupos etarios a vivir las últimas etapas de la vida. Todo un privilegio en los últimos decenios de la Edad Contemporánea, si echamos la vista atrás.

En la actualidad, la supervivencia generacional está favoreciendo la coexistencia de cuatro o cinco generaciones vivas en los hogares, de modo que estas personas de distintas generaciones establecen relaciones familiares, vínculos, comunicación e interacción que resultan novedosas en sociedades tan cambiantes. En nuestras casas surgen nuevas formas de solidaridad intergeneracional, más allá de la transmisión transgeneracional o hereditaria, que simbolizan como los adultos mayores y los más jóvenes necesitan de ayuda mutua para superar necesidades particulares de unos y otros, pero también de convivir las circunstancias del presente, desde la experiencia de cada situación generacional.

Entre las cohortes de adultos mayores, el comportamiento generativo representa el sentimiento de ser libres en las decisiones, controlar el futuro, autodesarrollo y autonomía, además del compromiso y la participación activa en la sociedad. Unos baby boomers que reniegan de la profecía autocumplida que considera a los viejos como carga social mediante estereotipos negativos que los transforman en sujetos demandantes de servicios. La realidad ha demostrado que son agentes de bienestar familiar, si pensamos en las pensiones de jubilación como colchón de amortiguación de la última crisis económica para tantos jóvenes españoles, además de las contribuciones de las 'abuelas canguras' en la crianza de nietos, entre otras tareas domésticas.

Más allá de la unidad familiar, señalaría el valor de lo que denomino «huella generacional», que pondera el impacto de los procesos de transferencia de conocimiento entre personas de distintas edades y generaciones que cooperan para la consecución de fines organizacionales. Es decir, personas de varias edades que interactúan en espacios significativos, cuya meta es la inclusión social de estas personas, sin discriminación por motivos de género, capacidades o edades.

Concluyo revelando que el reto demográfico es la potenciación de la intergeneracionalidad para combatir la despoblación del medio rural –y no el envejecimiento–, acompañado de servicios públicos de calidad que retengan y refuercen sinergias entre el talento sénior y júnior. Las sociedades que apuesten por la solidaridad entre generaciones contribuyen a su bienestar general.

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