REGIONAL

Las carantoñas asustan muy bien

La fiesta cumple 25 años desde que fue declarada de Interés Turístico Regional Los veteranos añoran la época en la que se vestían cuatro, en vez de los 44 de ayer

ANTONIO ARMERO

Sábado, 21 de enero 2012, 02:06

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Hay que ser muy amigo de Pedro Durán (64 años) para darle un beso en la mejilla según acaba de quitarse su máscara de carantoña. El hombre se desprende de ella y su cara es un río de sudor. Hasta de los pelos le caen goterones que encuentran acomodo en su frente.

Probablemente, no hay nadie en Acehúche (829 vecinos, al lado del pantano de Alcántara) que lleve tanto tiempo como él vistiéndose de carantoña, el nombre que reciben los protagonistas de la fiesta con la que el pueblo honra cada 20 de enero a San Sebastián, su patrón. Conviene al forastero que debuta en la plaza no abstraerse demasiado en su paseo por las calles del pueblo mientras se desarrolla la ceremonia, porque las carantoñas asustan muy bien. Sus trajes a base de pieles de oveja y macho cabrío y sus enormes caretas con colmillos teñidos de un rojo de apariencia sanguinolenta y pimientos secos les dan un aspecto que puede llegar a acongojar. Además, se sirven de esa facha para acercarse a niños, vecinos y visitantes y siempre con simpáticas intenciones, saludarles con un gesto que emule a una fiera, habitualmente acompañado por algún tipo de ruido que amedrenta.

Ayer, por las calles de Acehúche pasearon 44 hombres de tal guisa. Fueron más que ningún otro año. «Cuando yo empezaba, éramos cuatro o cinco, no más», recuerda Florencio (54 años), con 36 ediciones de carantoñas a sus espaldas. Al hilo de las preguntas que el extraño va haciendo, él y Pedro van trazando una conversación que ayuda a comprender esta fiesta que ayer cumplió 25 años de su declaración como de Interés Turístico Regional.

«Hubo un tiempo en el que había que pagar a la gente para que se vistiera», apunta Pedro. «La cuestión -explica Florencio- es que no todo el mundo tenía dinero para conseguir las pieles, porque costaban caras y porque muchas se las quedaban los ganaderos». «¿Y las mozas, qué? -tercia Pedro- ¡A ver quién tenía dos mil pesetas para comprarse un pañuelo de Manila! Ahora lo tienen la mayoría».

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Las cosas, queda claro, han cambiado. «Ahora las pieles se aguantan mejor, porque son curtidas, pero cuando eran sin curtir...». Que se aguantan mejor significa que en vez de 25 kilos pesan 12 ó 15, aunque en el caso de Florencio, haya que seguir utilizando cuerdas para atarlas a brazos y piernas. «Cuando yo llegue a casa y me quite el traje, la camisa y el pantalón estarán chorreando agua», ilustra Pedro, que tiene claro, lo mismo que su compañero, que seguirá saliendo cada año mientras el cuerpo aguante. «Y eso que la fiesta ya no tiene nada que ver con la de hace treinta años, ¡dónde va a parar!», sentencia Florencio. «Ahora -añade Pedro Durán- hay jóvenes que viven esto como si fuera un carnaval, que no saben lo que significa la fiesta, el sentido que tiene hacer una promesa, acompañar al santo, lo que se siente en esos momentos...».

El ritual de cada año

A pesar de todo, los dos cumplieron ayer con un ritual que comienza bien temprano. De hecho, está asumido que por San Sebastián, en Acehúche se madruga sí o sí. «A las seis menos cinco de la mañana ha sonado la primera salva», detalla Marisa Valiente, la mayordoma de este año.

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Ese escopetazo inicial ejerce como fulminante despertador para el pueblo en general y las carantoñas en particular. El mensaje que transmite esa salva es claro: el que vaya a vestirse con las pieles -las del traje de carantoña, se entiende, porque ayer, día de fiesta, la piel también se vio en muchos abrigos de señora-, que se vaya levantando para ir a desayunar las migas con café. Después, vuelta a casa, donde algún amigo ayudará a colocar el traje, de peso y características que hacen imposible colocarlo sobre el cuerpo sin ayuda.

En realidad, el guión se repite cada año, con ligeras variaciones. La imagen del santo sale de la iglesia del pueblo entre salvas, y acompañado por las mujeres vestidas de bayeta (el traje típico) que portan bandejas con confeti y confites, recorre las calles de balcones engalanados. Los escopeteros disparan sus cartuchos en cada esquina o cruce de calles, y las parejas de carantoñas esperan a que el santo llegue hasta donde ellos están esperándole y cuando le tienen cerca, dan tres pasos lentos y le hacen una reverencia.

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Entre los pocos cambios que hay cada año está el nombre del mayordomo, una elección que hace variar el punto de encuentro de los vecinos de cada día 20 por la mañana, a eso de las once. Ayer, fue en el portal número 12 de la calle Cantarrana. Ahí vive Marisa Valiente, casada, madre de dos hijos, empleada de una oficina bancaria del pueblo y mayordoma de las carantoñas 2012. «Mi labor -resume ella- es encargarme de organizar la fiesta». O sea: limpiar la iglesia, adecentar la talla del santo, elaborar veinte docenas de huevos de floretas, dos baños grandes de briñuelos (un dulce típico de la zona), seis latas de perrunillas, unas cuantas bandejas de 'repelás'...

Y sobre todo: la loa al santo. La mayordoma, que la noche anterior había dormido tres horas, lo hizo como manda la tradición: desde el balcón. Era la una menos veinticinco de la tarde cuando la procesión llegó hasta su casa. Dejaron al santo sobre una mesa. Marisa lo esperaba asomada al balcón, con las dos manos apoyadas en la barandilla. Al verlo llegar, respiró hondo varias veces, espero un minuto y empezó a recitar las líneas que le habían escrito entre su hermana y su sobrina. «No sé si podré expresar la emoción que siento», comenzó. Después, recordó que le había rezado para pedirle por su salud «en el momento en el que me detectaron un nódulo en el pecho que resultó ser benigno». Y Marisa terminó con un «¡Viva san Sebastián!» muy sentido. Tanto que casi no fue capaz de pronunciarlo. A punto estuvieron de impedírselo las lágrimas.

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«Hubo un tiempo en el que había que pagar a la gente para que se vistiera»

«La primera salva del día sonó a las seis menos cinco de la mañana»

«La fiesta no tiene nada que ver con la de hace treinta años, ¡dónde va a parar!»

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