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La cantante mitológica
Edith Piaf

La cantante mitológica

Ni nació en la calle, ni la criaron con vino, ni Santa Teresita curó su ceguera. Cuando se cumplen 50 años de su muerte, Francia repasa la leyenda de Edith Piaf

AMORES Y AMIGOS CARLOS BENITO

Domingo, 6 de octubre 2013, 12:06

El 19 de diciembre de 1915, una pareja camina apresuradamente por el barrio parisino de Belleville. La mujer, Line, es una cantante sin suerte, hija de una domadora de pulgas de origen italiano y bereber. El hombre, Louis-Alphonse, es contorsionista y acróbata callejero, hijo de los propietarios de un burdel de Normandía. Se dirigen hacia el hospital, porque Line se ha puesto de parto, pero llega un momento en el que los dolores le impiden continuar la marcha. Louis-Alphonse se aleja solo, con el propósito de conseguir una ambulancia, pero en algún punto del recorrido olvida la urgencia y se entrega a celebraciones prematuras en las tabernas. Line acaba dando a luz bajo una farola de la Rue de Belleville: el bebé es una niña, se llamará Edith Giovanna Gassion y, aunque sus primeros berridos no permitan suponerlo, se convertirá en 'la Voz de Francia' con el nombre artístico de Edith Piaf.

Esta historia sobre su nacimiento es una de las leyendas más extendidas acerca de Edith Piaf, la mujer diminuta y de aire trágico que hipnotizó al país entero con sus canciones melancólicas y su severa presencia escénica. Incluso hay una placa conmemorativa en el lugar donde presuntamente vino al mundo, por mucho que ese relato de los hechos sea pura ficción: Edith siempre fue muy dada a novelar sobre sí misma, como si la vida azarosa que le tocó en suerte hubiese sido poca aventura, y los franceses abrazaron sus invenciones y les sumaron unas cuantas más. Con motivo del 50 aniversario de su muerte, que se cumple el próximo jueves, los estudiosos de su figura se están dedicando a cribar la biografía de su icono nacional, para quedarse solo con las verdades.

En la tarea destaca 'Piaf, un mito francés', un volumen de más de 700 páginas firmado por el periodista Robert Belleret, a quien le sigue asombrando cuánto se ha «añadido, exagerado o directamente fabulado» a propósito de la cantante. En el libro queda claro que Line llegó a tiempo al hospital Tenon y fue atendida por un doctor y una comadrona, y también se desmontan otras anécdotas que era bonito repetir, como que a Edith la criaron a base de biberones de vino tinto, o que de niña estuvo cuatro años ciega a causa de una queratitis y se curó de manera más o menos milagrosa, gracias a la devoción por Santa Teresita de Lisieux. Según Belleret, como mucho sufrió una infección en los ojos que le pudo durar unas semanas.

Una «rompehogares»

El autor también analiza la etapa más oscura de su biografía, la ocupación nazi, durante la que aprovechó sus giras para hacer llegar papeles falsos a los prisioneros franceses... o eso contaba ella misma. Se trata de una «pura fantasía», asegura el periodista, que destaca cómo Edith Piaf fue aumentando la cifra de beneficiarios en sucesivas versiones, sin que jamás apareciese ninguno para darle las gracias en público. A su juicio, se atribuía ese falso mérito para desviar la atención de sus culpas, ya que durante la ocupación siguió actuando y bebiendo champán a raudales, e incluso residía a tiro de piedra de los cuarteles de la Gestapo, justo encima de un prostíbulo frecuentado por torturadores.

Su currículo amatorio, abundante y turbulento, sí que parece ser fiel a la verdad. Belleret define a Edith Piaf como «un donjuán femenino», una «rompehogares», una «seductora insaciable». Según quienes la conocieron bien, la cantante mostraba una necesidad casi patológica de amar y ser amada, que la llevaba a entregarse de manera insensata y acabar decepcionada. «Tenía que estar enamorada para poder cantar», ha declarado a la agencia AFP la hermana de su segundo marido. En su larga lista de romances destacan vocalistas tan conocidos como Yves Montand o Georges Moustaki -parece que Charles Aznavour se quedó en buen amigo-, pero también hay intelectuales, ciclistas o, por supuesto, un boxeador: el campeón Marcel Cerdan, su gran amor, un hombre casado cuya muerte en accidente de avión la dejó destrozada.

En algunas cartas, la artista aseguraba anhelar una vida «normal» y burguesa, con «bonitas cortinas» en las ventanas, pero no dudaba en telefonear a las revistas con una orden perentoria: «He cambiado de amante, envíen un fotógrafo». Durante una de sus giras por Estados Unidos incluso tuvo relaciones con Scotty Bowers, el hombre que logró liarse con medio Hollywood, así que acabó apareciendo en sus memorias, 'Servicio completo', recién editadas en España: cuenta el chismoso Scotty que Edith era «una persona triste que parecía estar siempre al borde de las lágrimas», que «al hacer el amor decía cosas cantarinas en francés, ronroneando a su manera grave y melosa» y que «tenía una sexualidad vigorosa e intensa y un corazón muy grande».

Burdel y circo

Lo cierto es que la biografía de Edith Piaf precisa de pocos adornos para resultar pasmosa, casi inverosímil. Abandonada muy pronto por su madre, creció con sus abuelas: primero la materna, la domadora de pulgas, que la tenía desatendida y mal alimentada, y después la paterna, la 'madame' normanda, a quien prestaban gran ayuda las prostitutas, empeñadas en mimar y dar cariño a la pequeña. A continuación vivió unos años en una caravana circense junto a su padre y debutó en las calles pasando el platillo tras sus números de saltimbanqui, antes de lanzarse a cantar por París. A los 17 tuvo a su hija, Marcelle, que falleció de meningitis con dos años. «Cuando traes una vida nueva al mundo, también estás firmando una sentencia de muerte», dijo una vez la artista. Louis Leplée, propietario de un club nocturno, la descubrió: él le puso el apodo de 'piaf' (gorrión) y poco después fue asesinado en su apartamento, un crimen del que Edith llegó a ser sospechosa. Más tarde vino la fama: los públicos entregados -ella, estática en el escenario, con su metro cuarenta y dos y su vestidito negro, dramatizando con los ojos y las manos como un muñeco de ventrílocuo- y también los excesos, el alcohol y las pastillas, que la envejecieron más deprisa de lo debido. Murió con 47 años, de un cáncer de hígado.

Pero quedaron sus canciones, esas melodías salpicadas de erres prodigiosas. Temas como 'La vie en rose' (con letra escrita por la propia Edith, que apenas fue a la escuela pero se esforzó por cultivarse e incluso leía filosofía) o 'Non, je ne regrette rien' han conseguido servir de emblema para todo un país a la vez que parecen reflejar las pasiones y penalidades de esa vida suya, tan singular. A medio siglo de su muerte, la grandeza de su obra sigue intacta. «En ella se juntaron varias cosas: lo primero, el alma, porque era una artista de los pies a la cabeza, lo traía de nacimiento. Era una artista de buena madera, que cantaba de manera sencilla pero decía muy bien las cosas, con una técnica muy sólida. Llegaba al corazón. A eso se sumó su forma de vivir, tan pasional, y un cancionero importantísimo», recapitula la cantaora y bailaora gaditana Ana Salazar, que versionó once clásicos de la francesa en un disco y sigue interpretando varios en su actual espectáculo. «La tengo como un ángel que me ayuda y vela por mí: cuando está por ahí el nombre de Edith Piaf, siempre me pasan cosas buenas».

Los maridos. Edith Piaf se casó dos veces. En 1952, acompañada por su buena amiga Marlene Dietrich, celebró su boda con el cantante y actor Jacques Pills. Se divorciaron cinco años después. En 1962 se casó con un peluquero de origen griego que quería ser cantante. Ella le llevaba veinte años y lo rebautizó como Théo Sarapo. La única hija de Edith fue Marcelle, la niña que tuvo a los 17 años y que se le murió con dos.

Dos muertes. Jean Cocteau, uno de los grandes intelectuales franceses, falleció un día después que su amiga Edith Piaf, tras enterarse de su muerte.

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