UNA PÉSIMA IDEA UN RELATO INÉDITO DE LORENZO SILVA, EN PODCAST Capítulo VII: Una pésima idea

El nuevo caso de los investigadores Bevilacqua y Chamorro, escrito por Lorenzo Silva en exclusiva para los lectores de XLSemanal, llega a su fin tras siete semanas. El interrogatorio a Abdeslam Mustafa, el principal sospechoso, detenido en las últimas horas por los agentes, resulta desoladoramente esclarecedor.
Viernes, 27 de Agosto 2021, 13:00h
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UNA PÉSIMA IDEA
Supe que Abdeslam Mustafa era un profesional cuando después de darnos el nombre de su cómplice se recreó en su versión de los hechos, por descontado exculpatoria al máximo para sí mismo. No le quedaba otra que reconocer su papel activo en los demás robos, ya que guardaba en su domicilio algunos de los efectos sustraídos, pero en relación con el de doña Luisa, que era el que llevaba consigo un homicidio y la pena correspondiente, sostuvo que tanto la idea como la iniciativa habían sido del otro, que había elegido el objetivo y había abordado a la anciana y sostenido el forcejeo que conduciría al fatal desenlace. Abdeslam solo se había dejado llevar, sin tomar en ningún momento parte activa en el robo, y luego había puesto su coche para darse a la fuga: el error, nos dijo con aire compungido, que le cargaba ahora con aquella desgracia. Podíamos comprobar lo que nos decía si buscábamos el bolso, que su socio había tirado a la cuneta durante la huida. O mucho se equivocaba, nos aseguró, o allí encontraríamos huellas dactilares: las del otro, no las suyas.
Como Abdeslam era un delincuente avezado, él mismo sabía que lo tenía muy difícil para librarse de la pena, tanto por el robo del que había sido cooperador necesario como por la muerte producida de resultas de la violencia ejercida sobre la víctima. Pero era la única baza que tenía para enredar en el juicio y procurar que, de los dos, fuera al otro a quien le cayera la condena más larga. No le falló lo del bolso: según pudimos comprobar, las huellas dactilares que en él habían quedado grabadas correspondían a la persona cuyo nombre nos había facilitado. Como no las teníamos en nuestra base de datos, hubo que tomárselas, a lo que no se resistió. Antes al contrario: su actitud, desde que aparecimos en su casa a buscarlo, era la de quien esperaba aquel desenlace. Quizá porque se temía que el cuerpo del delito que no había tenido la presencia de ánimo de ir a recuperar estaba o acabaría en nuestras manos. Quizá porque sabía cómo se las gastaba el tipo al que había unido su suerte, buscándola en el cuello frágil y el brazo tembloroso de esas ancianas a las que sin apiadarse desvalijaban de las joyas que colgaban del uno y del bolso que sujetaban con el otro. Cuando lo abordamos a la puerta de su casa, de la que salía con uno de esos caros auriculares inalámbricos típicos de los futbolistas, y le dijimos que tenía que acompañarnos al cuartel, solo bajó la mirada y se dejó conducir como un cordero.
«Su compañero le atribuye a usted la iniciativa y el ejercicio directo de la violencia sobre la difunta». Al oír esto, algo se encendió dentro de aquel hombre
Y ahora allí lo teníamos, en la sala de interrogatorios. A su lado había una joven abogada de oficio que a duras penas disimulaba el horror que la sobrecogía. Enfrente de él nos sentamos los tres que habíamos interrogado a Abdeslam: el teniente Ribeiro, Chamorro y yo. Se me reservó, por consenso de mis compañeros, el privilegio de recordarle sus derechos, informarle de la imputación y hacerle, tanto a él como a su letrada, una relación genérica de los medios de prueba que había contra él. Esa era la parte fácil, por formularia. Lo difícil era iniciar la conversación. Tardé en decidir por dónde hacerlo.
—Este es un mal trago para todos —hablé al fin—. Lo hecho no se puede deshacer y, como acabo de decirle, hemos podido reunir una buena batería de pruebas incriminatorias. Sabe que tiene derecho a no declarar, como le recordará su letrada, y que lo que diga puede ser utilizado en su contra, pero también esta es la ocasión para que trate de decir algo en su favor. Su compañero le atribuye a usted la iniciativa y el ejercicio directo de la violencia sobre la difunta.
Al oír esto, algo se encendió dentro de aquel hombre.
—Eso es mentira —saltó, con una energía de la que apenas unos segundos antes parecía totalmente desprovisto—. Fue él el que le quitó la cadena y tiró con esa fuerza exagerada que le hizo perder el equilibrio a la pobre. Cuando no se rompió a la primera, yo traté de tirar de él para que lo dejara, pero él estaba cegado con llevarse el crucifijo. Era un buen pedazo de oro y se lo iban a pagar bien.
Le escuché con toda atención, sin dejar que ningún gesto asomara a mi semblante. Luego crucé una mirada con mis compañeros. Nos entendimos sin palabras. Los dos me invitaron a que procediera.
—Son dos cosas las que dice su amigo Abdeslam —puntualicé—. Que usted fue el ejecutor material del robo y que fue usted quien tuvo la idea de ir precisamente a por doña Luisa. Usted niega ahora haberle quitado la cadena. Pero tanto en el bolso como en la cartera están sus huellas dactilares: las de usted. ¿Quiere decirnos que no se apoderó usted de ese bolso, no lo abrió, no vació la cartera y luego no lo arrojó, usted mismo, a la cuneta donde lo encontramos?
—No, eso no puedo negarlo —admitió, avergonzado.
«Como te ha dicho el subteniente, eso ya no tiene vuelta de hoja. En el tiempo que tienes por delante, te vendrá bien haber afrontado la verdad»
—Tampoco ha negado que la idea de robarle a doña Luisa fuera suya. ¿Quizá porque tampoco en esto Abdeslam nos ha mentido?
Aquel hombre llegó entonces al límite de su resistencia. Sin poder aguantar más, se derrumbó y empezó a llorar como un niño, con los hombros sacudidos por breves convulsiones y con hipidos y todo. No hay experiencia que le prepare a uno para asistir impasible a una tragedia como la que en ese momento se desarrollaba ante nuestros ojos. Fue entonces Chamorro quien tomó la palabra, para reconducir aquello a donde debía llevarnos, que no era la demolición emocional del sospechoso, sino su colaboración para poder trasladarle al juez del caso un relato lo más claro y fundado posible sobre la secuencia de los hechos delictivos. Con su voz más cálida, le hizo notar:
—Tuviste una pésima idea, y todo salió de la peor manera posible, pero como te ha dicho el subteniente eso ya no tiene vuelta de hoja. En el tiempo que tienes por delante, te vendrá bien haber afrontado la verdad, haber colaborado para que se sepa y haber reconocido lo que tengas que reconocer. Quizá tu abogada te lo desaconseje, a efectos legales, y en ese sentido antes que a mí debes hacerle caso a ella. Pero ahora no te está hablando una guardia civil; quien te habla es una mujer que intenta comprender el destrozo que llevas dentro y no tiene, tampoco lo tienen mis compañeros, el menor afán de que ese destrozo se te acabe haciendo insoportable. Por eso, te invito a que no te mientas ni nos mientas. Quizá sea mejor que nos expliques por qué llegaste a proponerle a Abdeslam lo que le propusiste.
El detenido tardó en aceptar aquel capote que le echaban.
—Yo… —sollozó—. No sé… No sé cómo pude… Llevo un tiempo muy malo, apenas hay trabajo, se me acaba el paro una y otra vez, siempre estoy al límite. Él… Abdeslam… Le compraba el chocolate desde siempre, nos hicimos amigos y un día… Bueno, me dijo que había una solución fácil para mis apuros económicos, que lo tenía muy estudiado y solo le hacía falta un socio para asegurar la jugada. Que era pan comido, que nadie tenía que salir con más mal que un poco de oro y unos euros menos. Y yo… no supe decir que no.
—Me refería a lo otro, Anastasio —insistió Chamorro—. Por qué le contaste lo de la cruz que siempre llevaba tu abuela. Por qué la pusiste en su punto de mira. Algo muy gordo tuvo que pasarte.
Cada vez le costaba más hablar, pero trató de explicarlo:
—Le debía mucho dinero, por la droga que me fiaba. Me apretaba para que diéramos un palo bueno. Y esa mañana yo… acababa de discutir con ella, no sé qué me pasó, se me confundió la cabeza…
No pudo decir más. Tampoco lo necesitábamos, y a ninguno de los tres que estábamos allí, ni a la capitán Azpeitia, que observaba discretamente la diligencia, nos gustaba ensañarnos con nadie.
Lo peor de aquel trabajo fue contárselo a Carmen y a Luisa, la hija y la nieta de la víctima, la madre y la hermana del malhechor. Fue Luisa la que, después de decirle por qué habíamos detenido a su hermano y lo íbamos a poner en breve a disposición judicial, dio con el resumen más demoledor que puedo hacer de esta historia:
—Qué pena que quien de ella tuvo más amor no supiera tener más seso. Que lo que fue tu ilusión termine siendo tu castigo.
Y como el título de la canción: Senza un perché. En cuanto tuviera un rato, pensé entonces, le cambiaría el tono a mi teléfono móvil.
Illescas-Getafe-Madrid-El Sauzal-Zaragoza-Archena.
Verano de 2021
Descarga aquí el séptimo y último capítulo de Una pésima idea
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