Una pésima idea UN RELATO INÉDITO DE LORENZO SILVA, EN PODCAST Capítulo III: El mejor regalo

Continúa el nuevo caso de los agentes Bevilacqua y Chamorro, escrito por Lorenzo Silva en exclusiva para los lectores de “XLSemanal”. Conoceremos en esta entrega a la familia de la víctima mientras los policías reciben el mejor regalo con el que pueda toparse cualquier investigador...
El mejor regalo
Una de las rutinas básicas de la investigación de homicidios es la reconstrucción de la vida de la víctima, que incluye la entrevista con sus familiares y allegados para tratar de averiguar en qué recoveco de su existencia la persona a la que acaban matando se cruzó con el hombre o la mujer que precipitó ese fatídico desenlace. En este caso, la diligencia parecía poco prometedora, porque la muerte de doña Luisa González Matellanes, que tal era el nombre completo de la ciudadana a la que en esta ocasión nos incumbía hacer justicia, tenía toda la traza de un accidente desdichado, como fruto del encuentro con dos individuos a los que muy probablemente veía por primera vez en el trance de aquel atraco que acabaría costándole la vida.
En ese momento, me vibró el teléfono móvil. Lo miré y vi que era un mensaje del teniente Ribeiro: «Testigo que parece fiable. Dice que vio a dos sujetos en...
Sin embargo, los protocolos están para cumplirse y, aunque ya habían hablado con ellos los compañeros, consideré oportuno y aun necesario acercarme a la casa de la familia para hacerles saber que estábamos allí y que a su caso se le estaba prestando toda la atención posible, sin escatimar el envío de recursos desde la unidad central. De paso, trataría de completar las informaciones que ya teníamos sobre los hábitos y costumbres de la víctima y las pertenencias que los ladrones habían podido sustraerle, por si aparecía alguna.
La familia de Luisa González no podía ser más escueta. Se reducía a su hija, Carmen, una mujer de cincuenta y tantos años a la que el tiempo no había tratado con excesiva indulgencia, o quizá era que el dolor de la pérdida la avejentaba transitoriamente, y su nieto, de nombre Anastasio, que andaba al filo de los treinta y al que tampoco se le veía en la plenitud de sus facultades. Según nos informaron, había otra nieta más joven, que se llamaba Luisa, como la abuela, pero que vivía fuera de España, como tantos veinteañeros españoles a aquellas alturas del verano de 2019, en el que todavía el país no había recuperado el vigor económico suficiente para ofrecerles las oportunidades de vida que deseaban en su propia tierra. La joven Luisa, al parecer, era una brillante bióloga y, entre la precariedad miserable a que la abocaba la investigación en España y las óptimas posibilidades que le ofrecía el postdoctorado en una universidad de Massachusetts, no había sido capaz de declinar la invitación. Lo que a todos iba a caernos encima unos meses después, y que entonces nadie podía imaginarse aún, corroboraría su acierto al emigrar.
Suelo fijarme en el aspecto y los gestos de las personas. Al ver la ropa, los ademanes y la expresión de Carmen, más allá del duelo por la repentina muerte de su madre, advertí el rastro de una vida en la que la suerte no debía de haberla acompañado en exceso. Por lo visto, se había quedado muy joven sola con los dos hijos, después de la espantada del padre, un tipo de quien no se hablaba bien en el pueblo, según el testimonio de los compañeros del puesto local, y que nunca se había vuelto a preocupar de la sangre de su sangre. En cuanto a Anastasio, así llamado en honor del bisabuelo asesinado, era un joven –si es que uno lo sigue siendo con casi tres décadas a las espaldas, como pretende la inmadurez contemporánea– de aire lúgubre e incompetente. También según la información del sargento jefe de puesto, después de no haber descollado ni mucho ni poco en los estudios, al contrario que su hermana, malvivía empalmando trabajos eventuales en el campo, lo que le había impedido con toda probabilidad emanciparse y por eso seguía en la casa materna. No iba mejor vestido que su progenitora, con unos vaqueros más bien sucios y un polo viejo, arrugado y de color ya indefinido. Cuando su madre nos hizo pasar a la sala de estar de la casa, lo encontramos hundido en el sillón, la espalda doblada, la cabeza gacha y mirando al infinito, con los ojos enrojecidos por el llanto y cara de sonado. No respondió a nuestro saludo, no se levantó, ni se movió siquiera. Se me ocurrió, de pronto, que su hermana no había preferido cruzar el océano solo para recibir un salario acorde a su currículum.
—Discúlpenlo ustedes —nos dijo la madre—. Está hecho polvo, para él no había nada más grande que su abuela. Y encima anteayer por la mañana habían discutido por una tontería y no para de decir que no puede soportar haber salido de casa sin darle un beso.
Anastasio reaccionó como si su madre estuviera hablando de otra persona: de ninguna manera en absoluto. Crucé una mirada con mi compañera: estaba claro que si alguna información útil deparaba aquella visita no iba a ser él quien nos la proporcionara. La madre nos ofreció un café, que ambos rechazamos, y antes de sentarse con nosotros, en torno a una pequeña mesa camilla, se dirigió a su hijo:
—¿Qué le digo a tu hermana?
El aludido no salió de su ensimismamiento. La mujer insistió:
—Si no te pones en pie ya y te lavas y te cambias, no vas a llegar.
Entonces se volvió para explicárnoslo:
—Mi hija llega a Barajas esta noche. Al final la pobre ha tenido que buscarse una combinación horrible para venir, vía Londres, no había billetes para el vuelo directo. Y el hermano va a buscarla.
Pero Anastasio seguía como inerte. Carmen se puso firme:
—Dime si vas a ir a buscarla o si me vas a dar el disgusto de tener que ponerle un mensaje diciéndole que se alquile un coche.
Creí llegada la oportunidad de intervenir.
—Quizá no esté en condiciones, si está tan afectado. Si nos dice en qué vuelo llega y a qué hora, tal vez podamos arreglar que uno de los nuestros la traiga. No se lo prometo, pero lo puedo consultar.
En ese momento, el hijo pareció despertar de su letargo.
—No, no hace falta —murmuró—. Ya me ocupo yo, mamá.
Se levantó y se deslizó como un alma en pena hasta desaparecer por la puerta del fondo. Su madre, sombría, meneó la cabeza.
—Ya podía estar el mundo mejor repartido. Tengo una hija que es un fenómeno y a este pobre que… En fin, que no es malo, no puedo decir que lo sea, pero no consigo que acabe de salir adelante.
A continuación, repasamos con Carmen las rutinas de la vida de su madre. Una anciana aún activa y muy sociable, que no solo la ayudaba en la casa, sino que insistía en ocuparse de otras tareas que le exigían salir a la calle y darse una buena caminata. Aunque la compra, según nos dijo, la hacía ella con su hijo en el supermercado de un pueblo vecino, era la abuela la que cada día se iba a pie hasta la panadería que estaba en la otra punta del pueblo para traer el pan. De paso, ya fuera a la ida o a la vuelta, paraba para tomarse un café en el bar de la plaza donde también a veces hacía tertulia.
—Mi madre era un personaje, todo el mundo la conocía, con todos pegaba la hebra. Pregúntenles por sus historias, o por las coplas que aprendió de niña y que le cantaba a quien la escuchara. Hasta vino una vez uno de esos que estudian la música tradicional y le grabó no sé cuántas. Cuando nos dejen enterrarla, va a ir el pueblo entero.
Esta era una circunstancia que nos ponía una presión añadida: no es lo mismo ocuparse de esclarecer la muerte de un ser antisocial que la de una mujer como aquella, tan popular y tan carismática.
—¿Y su madre era de horarios fijos? —inquirió Chamorro.
—No, eso no tanto. Antes sí, pero cuando se fue haciendo mayor se relajó un poco. Solía decir que ya empezaba a vivir más de la cuenta y que quería ir a su aire, según anduviera de fuerzas. Unos días salía a las once y otros no se ponía en marcha hasta la una.
En ese momento, me vibró el teléfono móvil. Lo miré y vi que era un mensaje del teniente Ribeiro: «Testigo que parece fiable. Dice que vio a dos sujetos en un coche rojo, utilitario deportivo sin concretar modelo, saliendo del pueblo en hora próxima a la del crimen».
Un coche. El mejor regalo que puede recibir un investigador. Un coche, antes o después, te acaba llevando hasta quien lo conduce.
[Continuará...].
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