UNA PÉSIMA IDEA UN RELATO INÉDITO DE LORENZO SILVA, EN PODCAST Capítulo V: Saber mejor cómo era

Continúa el nuevo caso de los investigadores Bevilacqua y Chamorro, escrito por Lorenzo Silva en exclusiva para los lectores de XLSemanal. Los agentes exprimen las pocas pistas para dar con otras nuevas que acoten el cerco sobre los homicidas de la anciana. El hallazgo de una caja con sus pertenencias les permitirá también conocer mejor a la víctima.
SABER CÓMO ERA
Aquella noche celebramos conciliábulo de todo el equipo en una sala que nos habían habilitado en el puesto local y en torno a una cena improvisada con sándwiches de gasolinera. No descarto que haya maneras menos saludables de cenar, pero difícilmente puede concebirse una más tétrica. En todo caso, había una buena razón. De pronto, y tras un arranque decepcionante, la investigación cobraba ritmo y en ella comenzaban a acumularse indicios prometedores. Uno lo era por encima de los demás: de aquel bolso encontrado en la cuneta, y de la cartera que guardaba en su interior, pudimos sacar un par de huellas dactilares bastante completas que correspondían a una persona distinta de la propietaria. Las huellas dactilares, tan agradecidas en la investigación antigua, cada vez eran más difíciles de encontrar. Todos los malos sabían cómo borrarlas o no dejarlas, a excepción de los muy descuidados, lo que en aquel caso también era una pista en sí misma. No coincidían aquellas huellas con ninguna registrada en nuestra base de datos, pero al menos teníamos ya algo sólido e indubitado para contrastar la identidad de los autores.
También habían hecho algún avance los compañeros de Cáceres en relación con el coche sospechoso. Trabajándose con paciencia y cuidado al testigo, habían logrado que les acotara cuatro modelos a los que podía pertenecer. Era demasiado para hacer una búsqueda en la base de datos, pero de nuevo nos ofrecía una referencia por si dábamos con alguien a quien nos interesara comprobar. En cuanto a los datos de tráfico de las antenas móviles de la zona, también se habían puesto las pilas y disponíamos ya de ellos. Era información muy cruda, pero allí no era tan laborioso cocinarla como cuando la pedíamos de una gran ciudad o de un lugar muy concurrido por otras razones, por ejemplo, un pueblo en fiestas patronales. Tampoco eran muchas las líneas que había que cribar, ni iba a ser ingente la tarea de localizar y descartar a los vecinos del pueblo. Enviamos los listados a nuestros expertos de Madrid, que entre otras cosas tenían herramientas informáticas ad hoc para avanzar rápido en la tarea. También la cartera y el bolso, por si era factible extraer de ellos el más ínfimo rastro biológico. Tras un forcejeo, y sin haber utilizado guantes, no era descartable que algo hubiera podido quedar.
No coincidían aquellas huellas con ninguna registrada en nuestra base de datos, pero al menos teníamos ya algo sólido e indubitado para contrastar la identidad de los autores
Después de poner en común toda la información, venía la labor por la que se suponía que nos pagaban: interpretarla y hacer con ella algo que pudiera servir para arrojar alguna luz sobre el crimen.
—Es la primera vez que encontramos el bolso o la cartera de la víctima —subrayó la capitán Azpeitia—. En todos los atracos que hemos investigado en estos meses, lo que los ladrones se llevaron no ha vuelto a aparecer. Me parece que es un hecho significativo.
—Quizá no se trate de los mismos —sugirió el teniente Ribeiro.
—Esa es una posibilidad —dije yo—. La otra, que en este caso se pusieran más nerviosos que en las ocasiones anteriores.
Chamorro aportó su habitual dosis de sentido común:
—Motivos tenían, acababan de desnucar a su víctima, o eso es lo que podían creer. Doña Luisa quedó inconsciente e inmóvil después del golpe. El bolso que otras veces podían llevarse tranquilamente en esta ocasión les quemaba como nunca. Si se daba la mala suerte de que alguien los parara y se lo encontrara, estaban listos.
—Eso está puesto en razón —observó la capitán.
—Lo que me pregunto yo —dije— es por qué, tras darse cuenta, como tuvieron que dársela, de que el bolso y la cartera podían tener sus huellas, no trataron de recuperarlos. Estaban bien a la vista.
—No cuesta mucho entender que dos tipos que se han cargado a una anciana para atracarla no tengan muchas ganas de regresar al lugar de los hechos, cuando, además, está infestado de guardias.
La capitán Azpeitia dijo aquello como tratando de hacer patente el poco discernimiento que yo acababa de exhibir, lo que le servía para contrarrestar mi golpe de efecto de localizar el bolso. No tuve más remedio que darle la razón. Dejaba así por los suelos el pabellón de la unidad central y de paso cualquier esperanza de impresionarla. Era tarde, no había dormido mucho, pensé, para consolarme.
—También es verdad —le concedí.
"Propongo examinar las cámaras de la autovía, para tener la referencia de todos los coches rojos que registraron a lo largo del día del incidente"
—En todo caso —retomó su discurso—, lo que ahora toca es ver qué hacemos mañana con lo que tenemos entre las manos. Si no se os ocurre a vosotros nada mejor, y en tanto termina de darnos algún resultado lo que hemos mandado a Madrid, propongo una batida por el pueblo en busca de testigos, gente que se pudiera cruzar con estos dos individuos antes o después del robo, a pie o en vehículo, y examinar las cámaras de la autovía, para tener la referencia de todos los coches rojos que registraron a lo largo del día del incidente.
—Me parece un buen plan de acción —respaldé su propuesta—. Tampoco estaría de más tratar de hacer el censo de coches rojos de modelo compatible del pueblo y de la comarca, por si las moscas. La brigada y yo pensaremos a ver si se nos ocurre alguna otra cosa.
Chamorro se había encargado de buscarnos alojamiento, no muy lejos de allí, en Navalmoral, donde había encontrado un motel de carretera razonablemente habitable. Se oía de fondo el rumor de la autovía, que quizá otro no juzgara el más indicado para conciliar el sueño, pero que a mí me transmitía una extraña paz. Me resultaba agradable constatar, gracias al ruido de los camiones que circulaban en dirección a Portugal o de allí venían, que en el mundo continuaba habiendo gente dispuesta a hacerlo funcionar a todas horas para sus semejantes, y no solo sujetos de corazón desviado que únicamente habían aprendido a salir adelante aprovechándose o abusando del prójimo. El motel tenía delante de las habitaciones una especie de terracita y en cada una de ellas había una mesita con una silla. Chamorro y yo juntamos las nuestras y antes de irnos a dormir nos sentamos allí un rato a disfrutar del frescor de la noche y recapitular la jornada.
Mi compañera sacó a la terraza la caja con los recuerdos de doña Luisa. Levantó la tapa, la depositó cuidadosamente sobre la mesa y empezó a examinar su contenido. No solo había en ella fotografías. También guardaba cartas, postales y toda clase de documentos, con ese prurito de las personas mayores, educadas en otra época, de no deshacerse de nada que pudiera tener algún valor, tan alejado del despego y la eventualidad de los que se habían forjado a imagen y semejanza del mundo líquido donde vivimos desde que a todos los seres humanos nos adosaron un dispositivo conectado a la Red.
Entre aquellos papeles, Chamorro encontró una postal en la que se veía la playa de Palma de Mallorca. Estaba fechada quince años atrás. La firmaban Carmen y sus dos hijos, Luisa y Anastasio, con letra todavía infantil. «Te queremos muchísimo, abuela», decía antes de sus firmas un renglón trazado con letra de niña aplicada.
—Solo hay una forma de llevarse por delante todo esto, una vida entera, por tan poco, o por lo que fuere —constaté—. No saber ni sentir que está ahí, no ser consciente de todo lo que uno destruye.
—Y, sin embargo, lo consiguen, una y otra vez —dijo Virginia.
—¿Por qué abres esa caja de Pandora? ¿Para torturarte?
—Por lo que le dije a Carmen. Quiero encontrar alguna foto más reciente de doña Luisa. Saber mejor cómo era cuando esos dos tipos se permitieron zarandearla hasta tirarla al suelo. Y que conste.
—¿Para?
—Te veo bajo de forma, mi subteniente —observó—. A lo mejor algún día hay un juicio, y me gustaría que quien tenga que decidir la vea. No a la mujer de esa foto de hace quince años, sino a quien se trata de hacer hoy justicia. Y a lo mejor nos sirve también antes.
—Tienes razón —admití—. Ha sido un día cargado de emociones inesperadas. Va siendo hora de que este viejo caimán se acueste.
Descarga en PDF el quinto capítulo de 'Una pésima idea'
El sexto capítulo del relato de Lorenzo Silva, el próximo domingo.
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