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Salimos del coche cuando aún era de noche en Trujillo. Habíamos quedado para desayunar en El Patio del Toro y mientras esperábamos al segundo coche, empezamos a caminar estirando las piernas. Vimos la Plaza de Toros cuando amanecía, y Manuel Caridad, inspirado, empezó su perorata ... al alba.
–Fijaos si son importantes los toros aquí que esta plaza se inauguró en 1848, dos años después que la de Cáceres y aquí cabe el doble de gente...
–Vaya... empezamos bien el día –se quejó Guinea mientras seguimos hacia el rollo de Trujillo, que está al lado.
–Dios... ¡qué bonita es esta picota o rollo! –Exclamó Caridad– ¿A qué no sabéis que es de 1497? Encima tiene una cruz en forma de lis y también tiene el escudo de los Reyes...
–Bueno, 'picota o rollo', –cortó el fotógrafo–. Ahí os dejo que voy a tomarme una buena tostada con tomate y jamón y un café. No estoy para historias a estas horas...
Le seguimos a la cafetería en donde acababa de llegar mi hijo Francisco con el segundo coche. Desayunamos con el telediario a todo meter, colándose entre las noticias las protestas por el vertedero de residuos industriales en Salvatierra de los Barros. «¡Son unos sinvergüenzas! –gritó Caridad levantándose de la silla con una tostada a medio comer en una mano–. En vez de traernos industrias nos quieren meter aquí la mierda de otros. ¡Sinvergüenzas!». «Moderación, Manuel», le pidió Ana al ver que miraba la gente.
Después nos fuimos a dejar un coche en Madroñera. Nos metimos todos en el que quedaba y llegamos a La Cumbre, para empezar a hacer la tercera etapa del Camino de Guadalupe: 24 kilómetros, de La Cumbre a Madroñera.
Caridad no paraba de hablar de lo mal que estaba Extremadura mientras seguíamos el camino hacia Trujillo, que está en la mitad de la etapa.
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Fue hace una semana. Aún no habían llegado las lluvias y el campo estaba seco. De vez en cuando nos perdíamos al no haber señales del Camino, salvándonos un aparato con GPS que llevaba Francisco.
–Es que no hay señales. ¡Me cago en la leche! –maldijo el que hace el Camino para resistir los embates de la leucemia y el coronavirus–. Los políticos dicen que están potenciando este camino y no se gastan dos míseros euros en señalizarlo...
Por instinto seguíamos, teniendo como norte la hermosa silueta de Trujillo. Cruzamos un invisible río Magasca, que había perdido su corriente de agua, agolpándose los galápagos en un charco. Al llegar cerca del menguado embalse de La Albuera nos perdimos, hasta que apareció el difunto Sanjosé: «¡Qué es por aquí!», dijo señalando una vereda. Le saludamos con cariño, salvo el receloso Caridad que se acordaba de la última discusión que tuvo con él en Hervás.
Contentos atravesamos las calles trujillanas, hasta que por la calle principal apareció un gran camión tráiler, transportando vehículos.
–Vaya. Lleva dos furgonetas de Sánchez Cortés –señaló Ana–. Ya son inservibles. Hace dos semanas cerró la última tienda del emporio de las golosinas en Extremadura...
–Sí, sobre todo en Cáceres, donde nació la empresa hace 50 años –dijo con pena Caridad–. No sabéis lo mucho que luchó Ángel Sánchez, que ahora tiene unos 80 años, en levantar esta empresa que llegó a tener 14 tiendas y 60 empleados. La pandemia le destrozó al no dejarle vender golosinas, mientras en los grandes centros comerciales sí dejaban.
–Se le ocurrió empezar a vender pan –añadí–, por si venía otro cierre por el coronavirus, no le afectara; pero el daño ya era grande.
El ver las furgonetas de su amigo Ángel Sánchez entristeció a Caridad. Paramos en la bulliciosa cafetería Los Arcos para tomar unos bocadillos con unas bebidas. Eran las doce menos diez y yo, sudoroso, comía el bocadillo mirando con ganas a mi tercio de cerveza lleno, del que caían por los laterales fríos goterones. Mi hijo, que sabía la razón de la espera, se río mientras decía, «¿Qué, cumpliendo lo que te hizo prometer tu padre: 'Nunca bebas alcohol antes de las doce de la mañana'?» «Sí» afirmé a las doce en punto, bebiendo de un golpe el contenido del botellín.
Tras el descanso seguimos el camino hacía Madroñera. A mitad del camino, a Caridad se le dio por reflexionar.
–Llevamos andando horas y no vemos a nadie. La gente se va de Extremadura. Igual no tenemos futuro. A ver, tú que lo sabes, Sanjosé. ¿Cuántos habitantes tenía Trujillo en 1950?
–14.587 –contestó el difunto.
–¿Y ahora?
–8.821 habitantes.
–¡Qué pena! –dijo Caridad– Y es la bella Trujillo, la castigada sin tren, a la que le niegan injustamente ser Patrimonio de la Humanidad. ¿Y Madroñera? ¿Cuántos tenía en 1950?
–5.993.
–¿Y ahora?
–2.446 –respondió el finado.
–¡Qué pena! Igual no tenemos futuro.
Eran casi las tres de la tarde cuando llegamos a Madroñera, la de 'La Mona del Rollo', en donde 'los quintos' cambian cada año las banderas de España y Extremadura que sujeta la figura del rollo del siglo XVI.
Me encargaba de la intendencia y repartí bocadillos en la calle Real, cuando Caridad se fijo en un caserón enorme. «Hombre si ahí hay un hotel que tiene 3 ó 4 estrellas. Es como un espejismo. Vamos a ver si dan comida».
Sí que daban, sí. Comimos sopa castellana al estilo extremeño, crema de torta del Casar con frutos secos, tiras de secreto con confitura de fresas, moraga... Todo muy rico. No sé cuánto costó porque cuando echamos la mano al bolsillo, Caridad dio un golpe en la mesa con su bastón para andar, y gritó: '¡Esto lo pago yo!', y nadie se atrevió a rechistar ni a llevarle la contraria, viendo la cara de satisfecho del amigo que ahora decía al ver el comedor y el hotel: «Igual, sí hay futuro».
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