
Un país que nunca se acaba
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Un país que nunca se acaba
Adiós Carnaval, hola silencioSe acaba el Carnaval y vuelve el silencio. Desde Björk hasta Depeche Mode, muchos grupos musicales han dedicado canciones al silencio, pero seamos realistas: si ... no haces ruido, te marginan. No se triunfa sin estrépito y la paz y el sosiego están bien como aspiración de fin de semana, pero lo que mola es el fragor, el alboroto, la barahúnda y el bullicio. Las ciudades silenciosas son aburridas, producen mal efecto, dan una pésima imagen, mientras que la algarabía es guay, mola, entusiasma. Una ciudad con ruido es una ciudad viva. Y el Carnaval es la apoteosis del griterío y la esencia de la vitalidad.
«Silencio en la noche, ya todo está en calma», cantaba Carlos Gardel y Jorge Drexler dedica una preciosa canción al silencio: «No encuentro nada más valioso que darte, nada más elegante que este instante de silencio. Silencio». Argentinos y uruguayos tienen fama de habladores, de no callar, pero sus músicos, paradójicamente, tienen una fijación: cantar al silencio. Lo ansía con música Calamaro: «Silencio. Espero el silencio». Y nosotros con él.
¡Qué ganas de que dejen de resonar los tambores y la megafonía! Un recogimiento mudo de Cuaresma empieza ya y quienes nos angustiamos con el ruido estamos deseando que llegue la calma que sucede a la bulla. Aunque mi nieta haya participado en la comparsa ganadora del Carnaval de Cáceres, sigue espantándome la estridencia de estos días en que buscaba las calles sin griterío ni estruendo. Y era difícil encontrarlas incluso en Cáceres, una ciudad que tiene su esencia más en la circunspección de la Semana Santa que en el escándalo carnavalero.
Hasta los 40, escribía y leía con música. A partir de esas edad, fui refugiándome en el susurro, en el murmullo, en el bisbiseo, en la nada. Hace años que si hay ruido, ni leo, ni escribo, ni pienso. En casa, la música y los podcasts, con auriculares, por favor. Creía ser un maniático y un bicho raro, pero en una entrevista al fallecido Francisco Rico, el maestro de filólogos confesaba que escuchaba música mientras trabajaba, pero que a partir de cierta edad, prefirió el silencio.
Me gusta viajar en tren si no me toca cerca de alguien jugando al móvil sin desactivar el sonido, ni de ese viajero que cuenta su vida por teléfono. Los abominables trenes extremeños tienen una ventaja: no hay wifi, entre Mérida y Madrid se pierde la señal a cada poco y es obligatorio viajar en silencio.
En los restaurantes, más de lo mismo. Los hay silenciosos y los hay escandalosos. ¡Ay esos bares con la tele encendida, la radio puesta y una lista de Spotify desgranando canciones y publicidad! ¿Solo pasa eso en España? En Portugal, también, pero la tele la tienen sin sonido. La otra tarde, en Peraleda de la Mata, me pasmé ante la apoteosis del jaleo: en un bar tenían funcionando una tele con noticias, otra con una película y una cadena musical. Todo a la vez y la clientela jugando al tute, sin hacer puñetero caso a la escandalera de aparatos.
Hace años, descubrí en Le Figaro que sus críticos gastronómicos puntuaban la acústica de los locales y valoraban el silencio. Con el tiempo, la valoración negativa de la jarana se ha extendido por Europa, los inspectores de las guías han de puntuar en sus visitas «los sonidos del silencio», que dirían Simón & Garfunkel, y ya se ven menos televisores en los restaurantes, incluso en los de menú del día.
Enmudecen murgas, comparsas y artefactos, la ciudad recupera la serenidad y ya me estoy arrepintiendo de escribir contracorriente, de no hacer caso a Jorge Drexler: «No hay que desperdiciar una buena ocasión de quedarse callado. Silencio».
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