Aplausos en peligro de extinción

Se habla mucho de curvas y en mi vecindad decae la de los aplausos. No sé si al ritmo del índice de reproducción del coronavirus o al del PIB. Unas veces no llego a tiempo porque los aplausos de los demás son mi alarma de las ocho y hay tardes que ya no se escucha. Otras veces es por pereza, lo reconozco. Quizás sea solo tendencia, como diría Simón. O tenga que ver el factor meteorológico. O que estamos de paseo. O que lunes y martes aplaudimos menos por efecto del fin de semana, como cuando se justifica que se hacen pocos test y el dato es menos fiable, algo que aún no comprendo si una de las muletillas del Gobierno es que se trabaja sin descanso.

A lo que iba. El plasplás del aplauso suena menos, es más breve y la señora pinchadiscos de mi calle no comparece. Es normal que ya no se nos pongan los ojos vidriosos al salir a la ventana, pero además percibo que el aliento a los sanitarios se desvanece. Sé que solo son ondas invisibles rebotando contra la fachada de enfrente y se nos ha recordado que en los hospitales nadie come ni se protege del virus gracias a ellas, pero me niego a que cunda la sensación de que este es su trabajo y punto, como he empezado a escuchar con tristeza. También sé que no son los únicos que estuvieron –están– ahí. En las primeras noches de cuarentena, con todos aún en estado de shock, bajé la basura y leí un cartel pegado al contenedor que decía 'Gracias por recoger nuestra basura'. Me emocionó, pero los acontecimientos aplazaron esta mención. Nada dura para siempre y ayer a las ocho confirmé que el aplauso se extingue poco a poco, por eso sentí la necesidad de recordar aquí a sanitarios, basureros, cajeras, tenderos y todos los que se expusieron en primera línea en los momentos críticos. Que conste por escrito que yo solo tecleaba confortablemente desde mi casa.