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Ana B. Hernández
Lunes, 17 de febrero 2025, 07:17
«Llegué hace cuatro meses a este centro desde la calle, donde estaba prostituyéndome ya solo por alcohol, y donde no tengo ninguna duda de ... que seguiría si no existiera un recurso como este en la región».
Lucineide Rocha es una de las mujeres que está recibiendo tratamiento en el centro Charo Cordero de Plasencia. Uno de los dos únicos recursos, junto con el que gestiona Apoyat en Villanueva de la Serena, que en la región están destinados a mujeres con adicciones y a sus hijos. «Para mí, un lugar en el que me siento por fin persona», resume.
Tenía 14 años cuando su padre la violó, falsificó sus papeles para que sumara cuatro años más en su carné de identidad y pudiera entrar a trabajar en un club de su Brasil natal. «Entonces pensé que era normal, que mi familia necesitaba dinero y que yo tenía que conseguirlo. Hoy sé que mi padre fue mi primer violador, abusador y proxeneta».
Con 23 años llegó a España. «Aquí podía ganar más dinero». Comenzó en un club de Montijo y a los 45 días la trasladaron a uno de Almendralejo. «Nos movían transcurrido ese tiempo para ser siempre 'mercancía nueva', que es lo que gusta a los clientes», explica.
Para entonces Lucineide ya era alcohólica. «Empecé a beber en el club a los 14 años, buscaba evadirme, ser menos consciente de lo que tenía que hacer cada día, aunque recuerdo la primera noche con un cliente como si fuera ayer, con todos los detalles».
El alcohol siguió formando parte de su vida diaria en los clubes extremeños, también cuando uno de sus clientes se convirtió en su marido y padre de sus dos hijos pequeños. «Yo tenía ya otro cuando me sacó, me había quedado embarazada de otro cliente».
Dejó la prostitución durante los seis años que duró su matrimonio, que nunca fue la tabla de salvación que ella había imaginado. «Su desprecio empezó el primer día, yo no valía para nada, era una negra y le debía la vida, haberme sacado del club».
Lucineide se separó primero, se divorció después, alquiló un piso y buscó trabajo para mantener a sus hijos. «Logré uno durante tres meses, pero ya no fui capaz de conseguir otro. Era analfabeta, ahora estoy aprendiendo a leer y escribir en el centro, y nadie me contrataba para nada», explica.
«Volví a la prostitución para sacar dinero». Su adicción al alcohol se recrudeció, «bebía seis o siete litros de vino cada día», y en eso terminó gastando lo que tenía. «Hasta que perdí todo, me quedé sola y acabé en la calle».
En una calle de Almendralejo sufrió un brote psicótico, «un 'delirium tremens' me dijeron, que me llevó al hospital». De Psiquiatría pasó a la Unidad de Alcoholismo de Plasencia «y allí pedí que me derivaban a este centro directamente del que había oído hablar. Yo sabía que era solo para mujeres, y no quería estar en otro con hombres».
Sus compañeras en el Charo Cordero la aplaudieron un día de esta semana por las lentejas que cocinó. «Me gusta cocinar y dicen que sé hacerlo bien, cosas de aquí y de mi país, al que nunca quiero volver». Lo tiene claro cuatro meses después de llegar al centro, tanto como que ha llegado el momento de recuperar su vida, «creo que nunca la he tenido».
Con los talleres y terapias en el centro y con el trato que recibe, «aquí me siento respetada», Lucineide no sueña hoy con un vaso de vino, sino con hacer un curso de cocina que le permita encontrar un trabajo y alquilar un piso y volver a estar con sus hijos. «Regresar del trabajo a casa, echarme un ratito la siesta, es que es algo que me encanta, salir de paseo por la tarde, acompañar a mis hijos, volver a casa pronto para preparar la cena, ver la tele, acostarme, levantarme al día siguiente y volver a empezar».
Lucineide siente hoy vértigo. El tiempo medio de tratamiento en los dos centros que en Extremadura tratan a mujeres con adicciones se sitúa entre los cuatro y seis meses. Ella lleva cuatro, y a medida que ha ido aprendiendo a leer y escribir, ha logrado sacarse la culpa de encima. Ahora es consciente de que su obligación no era prostituirse a los 14 años para ayudar económicamente a su familia, como lo sintió entonces, «pero me da miedo, mucho miedo, salir de este espacio, a pesar de que sé que no estaré sola».
La ayuda que brinda el centro Charo Cordero, igual que Apoyat en Villanueva de la Serena, va más allá de la valla que delimita su recinto. «Hacemos un seguimiento de las mujeres, sobre todo si se quedan en la zona. Pero procuramos también que se formen en un oficio, en el caso de Lucineide estamos viendo un curso de cocina, para intentar que de aquí salgan con un trabajo para que la reinserción sea posible, que salgan con un proyecto de vida», explica Lidia Regidor, directora del centro placentino.
«A mí me gustaría seguir estudiando, terminar el graduado, y también volver a ser madre», dice Susana (nombre falso). A sus 33 años trata de dejar atrás el alcohol, la droga que encabeza las adicciones en los dos centros destinados a mujeres en la región. Aunque en muchos casos hay policonsumo con cocaína, cannabis, heroína y, sobre todo, benzodiacepinas.
Su madre era prostituta. Su padre, traficante. Parte de sus primeros años de vida los pasó entrando y saliendo de centros de menores hasta que a los 5 años su madre la llevó a Marruecos. «Me dejó con mi abuela, yo me sentí abandonada». A los 10 años volvió a por ella. «Entonces me sentí feliz, no sabía que ahí comenzaba mi verdadero calvario». Huyó a los 13 años de su casa, cuando su madre dio un paso más en sus palizas, «me sacó un cuchillo y me dijo que me iba a matar». Se fue a casa del joven con el que salía. A los 15 años fue madre y para entonces ya recibía las palizas de su pareja y el alcohol se había convertido en una necesidad.
Susana no es capaz de recordar muchos capítulos de su vida sin temblar ni llorar. Lucineide asegura que a ella hace tiempo que se le secaron las lágrimas. Ambas avanzan en la lucha contra sus miedos y están aprendiendo a perdonarse y quererse. «Yo me siento por fin persona», reconoce Lucineide. «Hoy tengo ganas de vivir», dice Susana.
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