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J. R. Alonso de La Torre
CÁCERES.
Miércoles, 20 de marzo 2024, 07:23
Estábamos comiendo y llamaron a la puerta. Era una vecina con la Virgen. Me explico: la vecina en cuestión traía una caja de madera de ... tamaño considerable con una Virgen dentro, protegida por un cristal y adornada convenientemente.
Era una Virgen bonita, de expresión dulce, y la caja se podía cerrar y abrir, como si fuera una capillita. Era la Virgen de la foto.
Cuando alguien llega a la hora de comer, se produce una situación incómoda. Sobre la mesa, platos con restos de pescado, las bocas masticando, mucha intimidad… Y de pronto, aparece una vecina con una Virgen. Aunque lo peor es que, entre la lubina y la naranja, tienes que reaccionar porque resulta que la Virgen viene para quedarse.
Es decir, la vecina la ofrece porque participa en esa cadena tradicional de las comunidades de vecinos consistente en que cada domicilio alberga la capillita con la Virgen durante unos días. Nosotros no participamos en ese rito mensual de las vírgenes volantes como tampoco lo hacen las familias más jóvenes de la comunidad, pero mi suegra sí, aunque reconoce que esas capillas ocupan mucho sitio, se llenan de polvo y no dejan de ser una costumbre ancestral que tiene más de culto a la imagen que de compromiso religioso. No es que mi suegra no quiera a la Virgen, lo que no ve claro es que colocar encima del aparador una capilla de madera aporte mucho a la práctica católica con la que ella está seriamente comprometida.
Pero la tradición, el respeto y la buena vecindad mandan, así que aceptamos la capilla de madera, que ya no quiere casi ningún vecino, y la colocamos en el vestíbulo a la espera de que mi suegra se la lleve a su casa, la tenga allí un mes y comience luego un peregrinaje por los 36 domicilios del edificio buscando otro hogar de acogida.
Los menores de 40 se quedan muy sorprendidos cuando descubren esta tradición de las capillitas ambulantes. Y los niños alucinan, pero en la parroquia, tenemos un cura poco fetichista, nada partidario del excesivo culto a las imágenes, crítico con tanto manto bordado en oro, tanta procesión lujosa y tanta primera comunión de cinco estrellas. Prefiere el compromiso y la ayuda a inmigrantes y desfavorecidos al desmesurado culto a las imágenes. Mi suegra es de esa escuela, pero es incapaz de decirle que no a las tradiciones de la comunidad. En el fondo, aceptar esa Virgen es una manera de ayudar a la vecina a quitarse de encima la aparatosa caja de madera.
Así que retomamos la comida y, mientras acabamos el pescado, mi suegra recuerda que en su casa, en Aldea del Cano, no solo tenían una imagen de Nuestra Señora en su caja, sino también otro altarcillo con la Sagrada Familia y un tercero con San Antonio. En el pueblo, debía de haber un tráfico tremendo de santos y vírgenes por las calles. En casa de mis padres, había siempre una Virgen del Pilar de plata, que era algo así como nuestra Virgen residente. Después estaban las vírgenes temporales rotatorias y no faltaba el Corazón de Jesús.
Por haber, en casa de mis padres había hasta un santón chino de alabastro en una repisa. Medía medio metro, gastaba barba hípster, nadie recuerda de dónde había salido y no tenía nada que ver con el cristianismo, pero mi tía Elpidia, que era muy mayor, se despedía de él cada noche con la señal de la cruz. Las casas de antes eran así y cuando los forasteros intentan comprender nuestra Semana Santa, hay que explicarles que si crecimos rodeados de San Antonio, la Sagrada Familia, un santón chino, el Corazón de Jesús, la Virgen del Pilar, la de Fátima y la del Carmen, ¿cómo no nos van a emocionar el Cristo Negro o la Esperanza rodeados de nazarenos?
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