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«Los insultos tabernarios son impropios de un parlamento», decía Rafael Hernando hace cuatro años a raíz de las palabras que dedicó Gabriel Rufián al exdirector de la oficina antifraude catalana, Daniel de Alfonso, durante su comparecencia en la comisión que investigaba la llamada 'operación Cataluña'. El entonces portavoz del PP en el Congreso denunciaba la agresiva actuación del diputado de Esquerra que tildó al interviniente de «gánster», «conspirador», «mamporrero» y «lacayo». Pero no más desacertada que la que él mismo protagonizó en los pasillos de la Cámara baja en 2005, cuando los nervios le dejaron a un paso de agredir a Alfredo Pérez Rubalcaba sin que la sangre llegara al río.
Que la imagen de la vida parlamentaria está en sus horas más bajas se constata a diario en la propia Cámara pero también la calle, en las redes sociales o en los análisis políticos. Ni en lo peor de la pandemia los partidos lograron una tregua en el enfrentamiento. Más bien al contrario: lo han hecho crecer sin parar.
«Se puede identificar una dinámica centrífuga, según la cual existe una inercia que favorece que los extremos políticos se alimenten entre sí, arrastrando a sectores moderados a participar en de esa misma dinámica de confrontación y de bloques antagónicos, que se definen ante la ciudadanía más por su oposición a los partidos rivales que por sus propios posicionamientos ideológico o sus propuestas de gobierno», explica Ramón Villaplana, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Murcia.
La sucesión de monólogos en lo que debería ser un debate de ideas, incluye demasiado a menudo descalificaciones y exabruptos impropios del escaño que ocupan sus señorías. «¿Qué coño tiene que pasar para que usted asuma responsabilidades?», le espetó Pablo Casado a Pedro Sánchez, entusiasmando a las filas del PP y soliviantado a las del PSOE, el pasado miércoles. «No van a salir de la radicalidad», lamentan los socialistas.
La escalada en la crispación crece desaforada sin que nadie logre ponerle fin. Pleno a pleno los miembros de la Mesa se desgañitan llamando al orden y al decoro sin que muchos de los diputados se den por aludidos. No hay acatamiento a la mayoría de las apelaciones de la autoridad en la Cámara y no hay el más mínimo propósito de reconducir la situación. La presidenta, Meritxell Batet, ha dado varios toques de atención advirtiendo del deterioro de la convivencia parlamentaria y la pérdida de confianza ciudadana en la institución pero, una y otra vez, caen en saco roto.
Todos los grupos reconocen el enconamiento, pero culpan al adversario. «No hemos trasladado una crispación, nosotros trasladamos una realidad y una sesión de control vibrante e intensa porque queremos respuestas», defiende la portavoz del PP en el Congreso, Cuca Gamarra.
Para el diputado de EH Bildu, Jon Iñarritu, se han cruzado «algunas líneas rojas» hasta ahora impensables en el debate parlamentario y reclama a la Mesa que si vuelven a traspasarse sea «estricta» en la aplicación del reglamento. «Siempre ha habido momentos broncos en política», señala el profesor Villaplana. Sin embargo, con la variedad actual de medios y de redes sociales, el politólogo avisa de que «cualquier personaje político puede conseguir la atención de miles de personas por sí mismo, aumentando la sensación de ruido y las polémicas, por encima de otras cuestiones de mayor relevancia».
Los diputados más curtidos insisten en que las voces altisonantes y las arengas hiperventiladas no reflejan la realidad del día a día en el Congreso. Reconocen que a pesar de que el clima está envenenado se producen debates de enjundia y mucho trabajo silencioso que no trasciende más allá de la Puerta de los Leones. Aseguran que en las ponencias se toman muchas decisiones por asentimiento, otras se aprueban por mayorías muy amplias e incluso por unanimidad.
Para rebajar la tensión, Iñarritu y otros seis parlamentarios de distinto signo trataron de promover el año pasado un 'club del cocodrilo' a la española emulando a la asociación creada en el Parlamento Europeo en los años 80 con el fin de avanzar hacia la integración comunitaria. El proyecto, sin embargo, nació muerto después de que Vox primero, y el PP después, se descolgaran.
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