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Mucho se ha escrito, servidor el primero, sobre las causas del auge de la ultraderecha. Pero hay una de la que apenas se habla: la ... traición de la izquierda a su electorado, o al menos el sentimiento de traición que tienen no pocos de sus antiguos votantes que se han pasado con armas y bagajes al otro bando. La raíz de ello está en la falta de coherencia entre las palabras y los hechos de los partidos y líderes sedicentes progresistas aquende y allende el Altlántico.
La coherencia y la política nunca se han llevado bien, pero al votante progresista acaso le duela más esa incoherencia en los suyos por la supuesta superioridad moral de la izquierda, basada en los valores ilustrados de igualdad, libertad y fraternidad que tradicionalmente ha defendido, aunque en demasiadas ocasiones de manera más retórica que factual y más en la oposición que en el poder. Y esa incoherencia, como una gota china, ha ido minando la confianza en ella de descamisados que han acabado por cambiar la camisa roja por la parda. Porque si uno se considera moralmente superior al otro, debe actuar siendo coherente con lo que predica.
En 'La traición progresista', el periodista argentino Alejo Schapire detalla por qué muchas personas progresistas, como él, se consideran traicionados por una izquierda que ha dejado de ser universalista para volverse «reaccionaria, dogmática e identitaria». Schapire escribe «para quienes han comprobado azorados cómo la izquierda que ayer luchaba por la libertad de expresión en Occidente hoy justifica la censura en nombre del no ofender; esa que ayer comía curas y ahora se alía con el oscurantismo religioso (en alusión al islam) en detrimento del laicismo para oprimir a la mujer y a los homosexuales; esa que a la liberación sexual responde con un nuevo puritanismo, que de la lucha contra el racismo ha pasado a alimentar y justificar (…) el antisemitismo».
A su juicio, al caer el muro de Berlín, «el sujeto de la izquierda ya no es más el obrero, que queda en manos de los Trump o los Le Pen, así que se centran en este nuevo sujeto, que es la minoría (sexual, religiosa, cultural o étnica), y trasladan el debate político de las fábricas y los campos a las universidades. El nuevo electorado de la izquierda deja de ser la clase obrera y pasa a ser el estudiante, la clase acomodada de las grandes ciudades que se ha beneficiado de la globalización, y las minorías» (El Confidencial, 9 de marzo de 2021).
La izquierda ha caído así en lo que Daniel Bernabé llama 'La trampa de la diversidad', título de un ensayo que subtitula 'cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora'. La ultraderecha ha arrastrado así a la izquierda a su terreno, el identitario. Como dice el filósofo Javier Gomá, la izquierda, al abandonar parcialmente los ideales ilustrados y universales y adoptar los de la identidad, ha permitido «a la derecha, normalmente gestora, armarse ideológicamente y plantear una guerra cultural». Y esta va ganando esa guerra, porque ha conseguido arrebatarle a la izquierda a antiguos y potenciales votantes que se sienten abandonados por ella catalizando y canalizando lo que el también filósofo Daniel Innerarity llama «triple miedo al reemplazo»: «el de algunos hombres a perder su posición de poder en favor de las mujeres; el de perder puestos de trabajo por la inteligencia artificial y la robotización; y el que suscita la inmigración». Por eso, advierte, «quienes socavan la democracia quieren que tengamos miedo».
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