La paz cuesta dinero
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ANÁLISIS ·
La guerra de Ucrania nos ha enriquecido moralmente al mismo tiempo que nos empobrece el bolsillo. Así seaSe cumplen dos años del confinamiento al que obligó el coronavirus, que se ha cobrado 2.222 víctimas en Extremadura. Uno de cada cuatro extremeños ... además lo ha contraído según las cifras oficiales. Posiblemente, sean más, igual que los fallecidos. Se escribe pronto en cualquier caso. La mejor noticia es que el aniversario de algo tan insólito en la historia de cualquier país ha pasado de puntillas porque la vacunación masiva ha logrado reducir los perjuicios para la salud de la población. El virus no ha desaparecido, pero sí el miedo a contraerlo y las ataduras que nos imponía.
Sin embargo, también tiene que ver que la realidad nos sigue zarandeando. Un episodio como aquel queda hoy solapado por la guerra de Ucrania. Empezamos a ver a nuestro lado los rostros de quienes han tenido que huir de la barbarie. La solidaridad se ha desbordado entre los extremeños demostrando la buena salud de la que gozamos como sociedad. Dentro de la tragedia, es reconfortante comprobar que seguimos teniendo claras cuáles son las prioridades.
Pero también debemos ser conscientes de que la guerra no solo nos afectará en nuestras conciencias y nos interpelará para que actuemos como seres solidarios, no quedará reducido a ese nivel abstracto moral y éticamente enriquecedor; también debemos afrontar unas consecuencias económicas. Dicho de otro modo, nos va a empobrecer a todos.
Las consecuencias han comenzado a notarse, a la hora de repostar con el vehículo por ejemplo. La paz no es gratis, y los ciudadanos de países que hemos apoyado la imposición de duras sanciones a Rusia debemos saber que este tipo de medidas también tienen un efecto boomerang sobre quienes las aplican. Comparado con lo que está sufriendo el pueblo ucraniano, las consecuencias son infinitamente menores. Pero cuando sube el precio del combustible hasta niveles nunca vistos comprometiendo la viabilidad de empresas, se agrava la crisis energética, faltan materias primas para la industria, los supermercados racionan productos como el aceite y sectores como los agricultores se preparan para cambiar sus cultivos es porque también somos partes del conflicto. Con la intensidad que quieran ponerle, pero estamos en guerra, con su coste implícito.
España ya cerró el pasado año con la mayor inflación de las últimas décadas y en el presente continua subiendo. Como notó cualquier hijo de vecino, el precio de la energía y también el de los carburantes habían emprendido un camino alcista desde mucho antes de que se escucharan las primeras bombas en Kiev. El conflicto bélico ha intensificado esa escalada de precios que puede poner en aprietos a los profesionales para los que los carburantes es un elemento básico. Y después de ellos, a otros sectores para los que la movilidad es también primordial, por ejemplo el turismo. Debemos pagar ese peaje por la defensa de un modelo de sociedad en el que no cabe la destrucción de ciudades para conseguir objetivos geopolíticos, aunque tiempo habrá (no ahora, en plena llegada de esos rostros exhaustos y en estado de shock) para conocer por qué la locura se ha desatado precisamente ahora.
La pandemia irrumpió cuando la economía aún se fortalecía después de la gran crisis de 2008; ahora, con trabajadores todavía en Erte por el coronavirus, la guerra de Ucrania tendrá efectos en el bolsillo de las familias. Las administraciones tienen capacidad para hacer más llevadera la subida de precios modificando la fiscalidad, pero, como avisó el pasado jueves la vicepresidenta de la Junta, Pilar Blanco Morales, eso tendría efectos negativos en el nivel de servicios públicos que se ofrecen y, por ahora, no es una opción que se contemple.
La cuestión es que hay que procurar un equilibrio, en un mundo que sin embargo no nos lo ofrece: hace dos años no podíamos salir de nuestras casas; hoy, millones de personas están abandonado las suyas a la fuerza y las acogemos en las nuestras. Así sea.
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