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No hace falta recordar a un delincuente llamado Donald Trump y sus comportamientos ni tampoco el éxito electoral de los millones de alemanes que ambicionan ... el retorno del nazismo para concluir que la democracia, tal y como la estudiamos -definida como el Gobierno del Pueblo- y la añoramos durante décadas, lejos de estarse perfeccionando y expandiendo ha entrado en una etapa de degradación. En España, donde podría contarse como un ejemplo de supervivencia, sufrimos también un elocuente proceso de pérdida de sus valores.
Basta echar la vista atrás unos meses cuando asistimos a la elaboración de unas listas electorales encabezadas por líderes convertidos en dueños y señores de sus partidos e integradas por una sarta de integrantes, casi todos colocados a dedo, a quienes votamos sin saber nada de sus cualidades o méritos para representarnos. Luego, una vez concluidas las votaciones, nos encontramos que el resultado cuenta muy poco, a menudo casi nada: los aspirantes a asaltar el poder, sin respeto a sus principios y promesas, pasan a la fase mucho más discutible partiendo de la esencia de la democracia.
La exigencia de mayorías lleva, como estamos viendo con Pedro Sánchez, a dar un vuelco a sus promesas y proyectos y, llegado al caso, a intentar anular el derecho a los ganadores, a los que sumaron más votos, para conseguir el poder a través de resortes y cambalaches que acaban pasando a manos en buena parte de partidos o líderes con intereses contrapuestos a los votados por más ciudadanos, accediendo a exigencias que incluso incluyen en su programa la ruptura del Estado o la defensa del terrorismo como forma de conseguirla. El resto además lo completan intereses crecientes, unas veces económicos que llevan a la desigualdad de las personas, y otras de concesiones que chocan con la Justicia y hasta con la Constitución.
El espectáculo bochornoso que ofrecen las sesiones parlamentarias, donde más que los asuntos importantes para el interés general se desgasta el tiempo peleando con un lenguaje denigrante, en la batalla por los intereses personales de cada protagonista. Llevamos año y medio de Legislatura y los problemas o acuerdos que se plantearon casi nunca se resolvieron con argumentos políticos, sociales o colectivos, sino con «trapicheos» de feria con el dinero que todos aportamos a las arcas públicas, o incluso a la interpretación de los principios de la Justicia.
Sorprende que en tantos meses de tensiones y decisiones ni un solo diputado o senador perteneciente al PSOE –que es el que ahora encabeza el poder- haya hecho o defendido alguna discrepancia o diferencia sobre los pactos o decisiones del Presidente, tan polémicas en la calle y en los medios. La interpretación de muchos es conocida: buena parte de los que ocupan puestos, lo mismo en el Legislativo que en Ejecutivo, deben de ser conscientes de que si se escuchasen las reivindicaciones democráticas y se convocaran elecciones anticipadas, algunos se quedarían en el desempleo, como les ocurre a diario a tantos trabajadores, y dejarían de cobrar todos los meses y quizás en el futuro no volviesen a repetirse el estatus que están disfrutando. Es triste, pero las urnas no cuentan.
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