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Cualquier narrador que conozca un poco su oficio sabe que las buenas historias suelen estar allí donde no mira nadie. Las más poderosas de todas, ... allí donde a nadie le interesa mirar. Un buen ejemplo de lo dicho es la historia del primer jefe de Estado y primer dictador omnímodo de Guinea Ecuatorial, Francisco Macías Nguema, rescatada por Antonio Caño en un libro titulado con acierto absoluto 'El monstruo español'. Porque esta es una historia, sí, sobre esa desdichada nación africana, pero ante todo da la medida de lo que somos y dejamos de ser los españoles, y no sólo en relación con las antiguas posesiones de ultramar.
La historia de Macías se inscribe por derecho propio en ese fecundo subgénero literario que es la narración de autócratas en español, del que forman parte piezas como 'Yo, el Supremo' de Augusto Roa Bastos, 'El otoño del patriarca' de Gabriel García Márquez o 'La fiesta del Chivo' de Mario Vargas Llosa. Seres a los que se une Macías, superándolos a todos en atropellos y delirio para completar un drama que va más allá de América Latina y clava sus dientes en las islas y la región continental de la pobre república ecuatoguineana. Seres que son, también, subproducto de algunos de los vicios que acarrea la sociedad española en su tránsito por la Historia, desde sus albores hasta hoy mismo.
Y es que, como bien cuenta Caño, que estuvo presente en el juicio al que se sometió a Macías en 1979 tras el golpe de Estado que lo destituyó y reemplazó por su sobrino Teodoro Obiang Nguema, la tragedia ingente de Guinea Ecuatorial, que incluye hasta genocidios como el de la isla de Annobón -cuya población pagó en pleno con la vida no dar ni un solo voto a Macías en las elecciones con las que alcanzó la presidencia-, es fruto de la ineptitud, negligencia y desatino de la España de Franco, que dejó al frente del país al peor dirigente posible, pero también de la torpeza pertinaz de los sucesivos Gobiernos democráticos, de la derecha y la izquierda, cuya ceguera unánime sobre Guinea explica el denso manto de silencio que pesa sobre la historia.
Sin embargo, nos conviene, a todos, atravesar ese manto. «No vale la pena ser bueno con el pueblo, es una pérdida de tiempo, el pueblo nunca agradece». Así se expresaba Macías en su lugar natal, Mongomo, poco antes de ser derrocado. Ese afán de redimir al pueblo contra su voluntad y haciéndole violencia algo nos suena. Es un fantasma de nuestro desván que nunca se va del todo. Contar el caso de Macías y atestiguar los errores que lo hicieron posible, como hace Caño, ayuda a conjurarlo.
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