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Desde la misma noche electoral del 28 de mayo se intuía que se abría ante nosotros una legislatura más movida que la que dejábamos atrás, ... de mayoría absoluta socialista. La igualdad entre los dos bloques de facto en los que se ha dividido la política actual ya hacía prever mayor tensión en el debate público entre partidos. Pero apenas hemos cumplido el primer trimestre y el clima político extremeño se ha enturbiado a unos niveles que no se esperaba, no tan pronto al menos.
Vox ha conseguido marcar la agenda política hasta el momento, sin importarle entrar incluso en el cuerpo a cuerpo cuando lo ha visto necesario con su socio de gobierno, el PP de María Guardiola. A partir de ahí, se habla de lo que ellos quieren, de la caza en Monfragüe, el pin parental o las okupaciones de viviendas, un problema marginal en Extremadura. Ha logrado capitalizar, además, el debate en torno a la llegada de migrantes a Mérida, que ha planteado moviéndose en el límite de la xenofobia, si no traspasándolo, como un asunto de inseguridad. Ha logrado que el ciudadano sienta como un problema lo que es una acción de humanidad.
No les importa, porque su hoja de ruta es vencer en la guerra cultural a la que arrastran al resto de formaciones. No hay más que ver la satisfacción con la que han reaccionado a la denuncia por supuesto delito de odio anunciada por el PSOE, como si fuera la primera muesca ganada. En el barrizal están cómodos, y los socialistas, que tienen toda la razón en reprochar la actitud ultra de Vox, tal vez deberían haber sopesado dos veces por esta razón si merece la pena judicializar la política, o si con ello se puede contribuir a aumentar la crispación institucional.
El PSOE actual también debería reflexionar, de paso, si le conviene seguir con la política de canutazo en la que está instalado, que consiste en ir al rebufo y hacer de comentarista cada día de lo que van haciendo los demás. Ahí se agota hasta el momento su caudal político, especialmente visible o invisible en la Asamblea, lastrado sin duda por la ausencia de una única voz potente y el ambiente de interinidad que vive mientras se decide el sustituto de Vara.
Su último papel de actor secundario ha sido en el desagradable incidente generado por la diputada del PP Sandra Valencia con Irene de Miguel. La portavoz de Unidas por Extremadura, acostumbrada al debate duro en la Cámara, la ha denunciado ante la policía tras sentirse amenazada por sus palabras, en las que le decía que debía proteger a su hijo. A Valencia le sentó mal que le recordaran que blanquea a un alcalde, el de Malpartida de Cáceres, condenado por violencia de género.
Tanto De Miguel como el PSOE han reclamado a Guardiola que exija el acta a una parlamentaria que no está a la altura de su papel público si no entiende que roza el matonismo ir al escaño de otra diputada, con la que no le une confianza alguna, para mentarle a su familia. En la versión benévola, Valencia le quería transmitir que con las políticas que defiende De Miguel, sus descendientes se van a convertir en unos desgraciados, en una actitud de soberbia personal y prepotencia política de quien se cree en posesión de la verdad, convencida de que solo ella representa a la gente de bien. No entiende la diputada popular que a los hijos de sus señorías no hay que meterlos en el debate político, en ningún tono y con ninguna intención, y todavía pensar que es el otro el que no aguanta un chiste.
Sandra Valencia pretendió dar unas lecciones de vida que nadie le había pedido y contribuir así a embarrar el ambiente político cuando apenas ha comenzado la legislatura. Es un reflejo del clima que parece que se ha instalado en la política extremeña. La igualdad numérica que hay en el Parlamento regional fruto de las urnas es algo que debería ser bien gestionado por los partidos y no derivar hacia la bronca y crispación diaria. No están ahí para tensionar más la sociedad, sino para arreglar nuestros problemas.
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