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El campo está demostrando su fuerza pero, no nos engañemos, lo ha hecho hasta ahora al ralentí, podría llevar a cabo protestas mucho más contundentes ... por capacidad de movilización, efectivos y ganas. Más allá de los trastornos puntuales a usuarios de las carreteras, que ya empiezan no obstante a perder la paciencia, las acciones realizadas hasta el momento han sido comedidas, aliñadas con las correrías del viernes con la Guardia Civil y la Policía Nacional, que los primeros días permanecieron contemplativos. Veremos cómo evoluciona todo.
Las protestas de agricultores y ganaderos por los factores adversos con los que deben desempeñar su trabajo se nos pierden en la memoria, y esta vez ni siquiera giran en torno a un asunto concreto, como fue en 2020 hasta lograr la actual ley de la cadena alimentaria. Su poco efecto práctico, es decir, que el productor perciba más dinero por alimentos que luego alcanzan un precio muy superior en los supermercados, es uno de los puntos detrás de las movilizaciones de este otro mes de febrero, pero no es ya el principal.
El campo tiene motivos económicos para quejarse, razones que también afectan a otros colectivos profesionales, como los incrementos de costes, sin olvidar los efectos de la sequía, pero ahora se añaden factores como el aumento de la burocracia y la incomprensión por acuerdos comerciales con terceros países cuyos productos no deben cumplir las mismas exigencias y, por tanto, suelen ser más competitivos en precios. Esos acuerdos de la Unión Europea por intereses sociopolíticos han arruinado más veces algunos sectores, ya pasó con el incipiente cultivo del espárrago en Extremadura en favor del andino, y lo mismo con la apertura al Este.
El malestar se agranda debido a que las exigencias medioambientales para el sector primario han ido en aumento, ligadas cada vez más a la llegada de los necesarios fondos de una Política Agraria Común que prima la adopción de este tipo de prácticas tendentes a proteger el planeta. El actual episodio de los regadíos de Tierra de Barros refleja a la perfección esta tensión en la que se mueve el campo, no solo el español, sino el de muchos países europeos, entre la obligación de hacer rentable la actividad agrícola, con todos los beneficios que lleva aparejada de mantenimiento de la sociedad rural, y la necesaria sostenibilidad ambiental.
El rechazo del populismo de extrema derecha negacionista del cambio climático de todo lo que suene a políticas verdes es lo que lleva a muchos a desacreditar las actuales movilizaciones, como si los intereses políticos o electorales incluso no hubieran alentado nunca antes huelgas y acciones de otros muchos colectivos. Los problemas de representación que arrastra el campo español, muy patentes con estas protestas convocadas a golpe de teléfono móvil sin contar con las organizaciones regladas, deja un mayor margen de maniobra a la entrada de esos populismos que a veces buscan el cuanto peor, mejor.
Pero sin faltar razones económicas y sin obviar los alientos políticos que pueden estar detrás de las movilizaciones de estos días, entre los profesionales del campo se percibe un rictus cada vez más amargo, gestos de mayor desesperanza, reflejados además en la ausencia de jóvenes en las últimas protestas, como si ya no confiaran siquiera en poder modificar las cosas, sino simplemente en poder desahogarse. Los agricultores se movilizan hoy sobre todo contra la impresión de que su modo de vida ya no importa, y que la transformación social que se impone recae sobre sus hombros y sobre su economía.
Pesa la sensación de que cada vez son más incomprendidos por una nueva sociedad que les responsabiliza de los males del planeta y les obliga a trabajar en peores condiciones, con una peor calidad de vida, para satisfacción de otros, los burócratas y los urbanitas, o de los políticos entregados a salvar el mundo del mañana pero que no son capaces de ver las necesidades del presente que está a su lado.
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