El comercio internacional es quizás la forma de relacionarse económicamente más antigua de pueblos, regiones y países. Hunde sus raíces en las brumas de tiempos ... remotos mediante el trueque. Hubo que esperar al vapor y la electricidad para transportar ingentes cantidades de artículos. Desde mediados del siglo XX crece a un ritmo espectacular, trazando y tejiendo miles de destinos en todas direcciones y sentidos para todo tipo de mercancías, tanto bienes finales como intermedios y materias primas.
Facilitado por el avance técnico en transportes y comunicaciones y en la liberalización comercial multilateral, por la mayor seguridad jurídica, por las necesidades de las multinacionales y por los beneficios que genera para los países, las empresas y los consumidores. No hay país en el mundo que sea autosuficiente en todo, por eso España compra petróleo y gas natural. Reduce la dependencia del mercado doméstico, permite a las empresas conseguir economías de escala en la producción, el acceso a nuevos conocimientos e ideas; a los consumidores, mayor oferta y variedad de productos, calidades y precios.
Desde los 80 del siglo XX, adquiere creciente relevancia la fragmentación de las cadenas de valor de la producción: el proceso productivo se fragmenta en diversas tareas y fases que no tienen por qué desarrollarse en un mismo país ni en una misma empresa, dando lugar al intercambio de bienes acabados, intermedios y tareas que trasiegan las redes de producción. Así, un bien producido en Alemania y exportado a Estados Unidos puede contener componentes de China y Japón, utilizar materias primas de Australia y servicios (diseño, comercialización, distribución, servicio post-venta) de otro país europeo o India, entre otros.
Entonces, ¿por qué el proteccionismo comercial, es decir, el arsenal de medidas para encarecer, entorpecer, limitar la entrada de productos extranjeros, como, por ejemplo, los aranceles o las cuotas? La primera razón es obvia: para proteger la producción nacional y el empleo de la competencia extranjera. Las importaciones de textiles y confección de países del sureste asiático desplazaron y barrieron parte de la producción española y europea. En otras ocasiones, para defenderse de productos competitivos por prácticas comerciales desleales como el dumping o las subvenciones; o porque hay productos extranjeros sujetos a normas sanitarias, fitosanitarias, técnicas mucho más laxas o inexistentes que las exigentes europeas; o como represalia a las medidas proteccionistas de un socio comercial.
Pero ¿realmente las medidas proteccionistas, supongamos los aranceles, protegen la producción nacional? Depende. Un arancel en Estados Unidos a las importaciones de automóviles protege a los fabricantes de automóviles estadounidenses. Pero generalmente, los consumidores pagan un mayor precio. Además, en la fabricación de un automóvil estadounidense participan al menos nueve países y solo el 37% del valor de ese automóvil se genera en Estados Unidos.
Pero lo fundamental es que el proteccionismo comercial produce tres efectos derivados de enorme relevancia. Así, la protección de un sector puede producir la desprotección de otros. Si Estados Unidos impone aranceles a las importaciones de acero está encareciendo la producción de aquellos productos que utilizan el acero como son los fabricantes de maquinaria y automóviles. Estos últimos registran mayores costes al comprar un acero más caro trasladándolos al consumidor con precios más elevados y reduciendo su competitividad internacional pudiendo producirse caídas en la producción y el empleo de esas industrias. Otro efecto pernicioso es la disminución del incentivo a innovar en el sector protegido, haciéndolo menos competitivo y generando nuevos reclamos de protección. Por último, lo dicho, las barreras comerciales impuestas por un país a un socio comercial, generan represalias en éste, comenzando así las llamadas guerras comerciales.
Las crisis económicas y financieras han sido el caldo de cultivo del recrudecimiento del proteccionismo. Son propicias para que la sugerente e insidiosa voz que exige protección nacional frente a la competencia extranjera seduzca a muchos gobernantes resultando en crisis más intensas y extensas. La historia nos recuerda que las guerras comerciales y los nacionalismos exacerbados fueron el rugido de tambores que anunciaron y desataron otras guerras que fueron sangrientas costando millones de vidas. De aquella lección surgió el espíritu de Bretton Woods, cuando en 1944, 44 países entre vencedores y vencidos pensaron que la mejor forma de evitar enfrentamientos futuros sería la cooperación económica, dando lugar al nacimiento del FMI, el BIRD –hoy la institución más importante del Grupo del Banco Mundial– y el GATT (desde 1995, la Organización Mundial de Comercio).
Pero aquel orden internacional instaurado se fragmenta y debilita por múltiples frentes. La competencia por adquirir tierras raras se acelera, la tecnológica también entre Estados Unidos y China –la Unión Europea, rezagada–; el proteccionismo tecnológico se expande hacia países del Sur… Gobernantes narcisistas y ansiosos de poder toman decisiones unilaterales, abandonando organismos internacionales, amenazando a la soberanía de aliados (véase las de Trump a Canadá, Dinamarca, Panamá), rompiendo reglas incluso con socios (Estados Unidos, Canadá y México firmaron a comienzos de los noventa del siglo XX el Nafta, un acuerdo de libre comercio), provocando éxodos migratorios masivos (por ejemplo, de millones de venezolanos por la represión y las privaciones) o, peor, invadiendo con las armas a otros (como Rusia a Ucrania)…
Las instituciones multilaterales son más débiles para hacer frente a tantos desafíos y, entre ellos, conciliar el difícil equilibrio entre la liberalización comercial y la protección de los derechos sociales y medioambientales al tiempo que se proteja y ofrezca alternativas a los desplazados o excluidos.
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