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Qué fácil es ver los toros desde la barrera. Y da igual de qué se trate. Cuando alguien aparca y hace más maniobras de las ... habituales, todos pensamos que lo haríamos mejor. O cuando vemos a alguien dibujar algo, quién no cree que, bueno, tampoco es tan difícil. Pues lo mismo ocurre con las personas que, por lo que sea, sufren algún tipo de violencia, como las mujeres maltratadas por su pareja o los niños que sufren 'bullying' en el colegio: desde fuera a veces nos cuesta entender su comportamiento, por qué no se van, no se rebelan, no se defienden, no lo cuentan...
Y ahí es cuando soltamos esas frases grandilocuentes: «A mí me iba a mí a pegar un guantazo ese tío, ¡ja!», o «es que el crío deja que lo machaquen, es un blandengue», o «le iba yo a dejar a esa señora que me gritara en el despacho sin soltarle cuatro cosas». No lo decimos con mala intención, pero nos estamos pasando de frenada por pura ignorancia. Y es que el cerebro de una víctima de violencia y el nuestro no son iguales. «La violencia sostenida en el entorno que hemos seleccionado para confiar (familia, amigos...) vulnerabiliza más y produce modificaciones en las conexiones cerebrales», revela Susana P. Gaytan, profesora de Fisiología en la Universidad de Sevilla. Es decir, estas personas tienen otro filtro ante los ojos por el que ven el mundo, unas gafas que no tenían antes ni han elegido ellas.
Investigadores de la Universidad Case Western Reserve y del Hospital de Cleveland han documentado este comportamiento anormal en un estudio en el que participaron seis víctimas de malos tratos con edades entre 18 y 65 años. Lo que vieron no deja lugar a dudas: sus cerebros no eran ni por fuera ni por dentro como los de alguien que no hubiera pasado por esa situación. Por eso, es imposible que alguien se meta en la piel de una víctima. «Por mucha empatía que tengas, es imposible que llegues a imaginar la modificación de la conducta que sufren», subraya la docente.
Todo el mundo sabe lo que es la materia gris del cerebro, aquella donde se concentran las neuronas. Pero también tiene una materia blanca, que está bajo su corteza, y regiones más profundas. En ella están «las fibras nerviosas responsables del trasiego de información entre neuronas», explica Gaytan. Son algo así como las autopistas por las que circulan las neuronas. Pues bien, esta estructura que se encarga de transmitir y coordinar la comunicación entre las diferentes regiones del cerebro presenta daños en las personas maltratadas. Para que lo entendamos mejor: esas carreteras tienen socavones, obras, grietas y coches estacionados en doble fila que dificultan el discurrir del tráfico.
El aspecto del cerebro también es diferente entre aquellos que sufren malos tratos o acoso. Lo normal es que tengamos una serie de surcos con determinada profundidad. Sin embargo, en estas situaciones tan críticas, los pliegues se reducen o se vuelven más superficiales. Y al mismo tiempo, el cerebro pierde volumen, digamos que se vuelve más pequeño. Es algo físico, pero también tiene repercusiones más allá del aspecto. Junto al anterior apartado hace una combinación explosiva que reduce la capacidad de procesamiento de la información de las víctimas. ¿Y en qué se traduce esto? Pues en dificultades para tomar decisiones, mantener la atención, adaptarse al entorno, y planificar, organizar y resolver problemas. Es decir, les afecta de manera integral porque nuestra vida se basa precisamente en todo esto. ¿A que ya empieza a pensar que igual usted en esa situación tampoco sería capaz de actuar con tanta vehemencia como predica?
La violencia también afecta al área cortical, que es donde está lo que se denomina nuestro 'cerebro social', un terreno ciertamente pantanoso. Según el estudio, esto quiere decir que las víctimas «ven afectadas las regiones que nos permiten manejar las interpretaciones que, constantemente, hacemos sobre las conductas e intenciones propias o ajenas», detalla Gaytan. Es decir, que no tienen esa clarividencia que tenemos los demás desde fuera y que usamos para juzgar situaciones. Por eso pueden ver como normales o tolerables cosas que a nosotros nos parecen indefendibles. Es decir, hay una explicación que no suele ser la que le damos.
Las situaciones de violencia generan en las víctimas un estrés brutal y este afecta a los niveles de sustancias claves para regular el estado de ánimo y las emociones. Hablamos de la serotonina, el cortisol o la dopamina. Según los expertos, el desequilibrio de alguna de ellas facilita o abre el camino a sufrir depresión, ansiedad y otros trastornos. Y si la persona que sufre maltrato cae en alguno de estos problemas, es una losa más que dificulta su capacidad para interpretar lo que está ocurriendo a su alrededor y para salir del problema. ¿Ya les entendemos un poco mejor?
Los efectos de la violencia en el cerebro son claros. Pero no suponen un cambio eterno: se superan. «Esto hay que ponerlo en negrita», señala la profesora de Fisiología Susana P. Gaytan. Las 'heridas' que producen estas situaciones en el cerebro se curan gracias a «su propia plasticidad». «Los contactos entre las neuronas, que están detrás de que tu corazón lata, te guste el color verde o alguien te caiga horriblemente mal se producen continuamente y modifican nuestra conducta respecto al ambiente. Es la clave del aprendizaje», señala.
Así que de igual modo que se transforman cuando se sufre violencia, al salir del pozo vuelven a modificarse. Otra cosa es cuánto se tarda para lograrlo o que se necesite ayuda externa. «Nuestra mente tiene una notable capacidad para sanar. Y con el tratamiento adecuado, las víctimas pueden recuperar su calidad de vida», concluye.
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