Una pésima idea UN RELATO INÉDITO DE LORENZO SILVA, EN PODCAST Capítulo IV: Este atardecer que no mira nadie

Continúa el nuevo caso de los investigadores Bevilacqua y Chamorro escrito por Lorenzo Silva en exclusiva para los lectores de “XLSemanal”. Tenemos hasta ahora una anciana asesinada en Cáceres, una banda de ladrones y dos sujetos en un coche rojo... Un nuevo hallazgo da otro empujón a las pesquisas en esta cuarta entrega.
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Viernes, 06 de Agosto 2021, 09:13h
Tiempo de lectura: 6 min
No informé a Carmen de lo del coche. La familia de la víctima es lo primero, y a ella antes que a nadie, porque es su derecho, solemos comunicar los movimientos importantes en la investigación; pero no conviene hacerlo hasta que ya te has puesto en marcha y tampoco es aconsejable facilitarle informaciones incompletas o sobre las que aún estás tú mismo haciendo conjeturas o tratando de atar cabos. Así que seguí preguntándole por su madre, y en su testimonio nos trazó el perfil de una mujer con carácter, además de don de gentes, que había salido adelante desde la orfandad y la pobreza sin aceptar nunca el estigma ni la conmiseración por su origen. Por eso no podía resignarse a ser un trasto viejo y se empeñaba en mantenerse activa, un empeño que había acabado saliéndole tan injustamente caro.
Tampoco parecía que hubiera mucho más que rascar de aquella entrevista, pero entonces a Chamorro se le encendió una luz:
—¿No tendrá usted más fotos de ella? Aparte de la que les envió a nuestros compañeros. Estaría bien contar con alguna más reciente.
Carmen sacudió la cabeza con expresión contristada.
—Últimamente costaba mucho que se dejara hacer fotos. Decía que ya estaba muy vieja, que sacáramos mejor cosas bonitas.
—Las que tenga.
—Guardaba todos sus recuerdos personales en una caja, en su cuarto, de ahí saqué la foto con el dichoso crucifijo. Quizá haya algo más, tampoco la miré muy a fondo. Si quiere usted, se la traigo.
—Le estaría muy agradecida.
Carmen se puso en pie y salió con paso ligero. Cuando se hubo ido, le mostré a mi compañera la pantalla de mi teléfono móvil. Con los ojos levemente guiñados —empezaba a necesitar gafas, pero no se decidía a ponérselas— leyó rauda el wasap del teniente Ribeiro.
—Coches rojos hay muchos —enfrió mi entusiasmo.
—Menos que blancos o plateados.
—Bueno, sí, menos es nada —admitió.
Carmen regresó con una caja de cartón azul, grande como dos de zapatos puestas la una al lado de la otra. Se la tendió a Chamorro.
—Ahí la tiene —dijo—. Si quiere llevársela…
—¿Puedo? —consultó mi compañera.
—Solo cuide de no perder nada. A lo mejor algún día, aunque no va a ser mañana, me da por atreverme a abrirla y mirar lo que hay.
Como era de esperar, y no porque mi vista fuera mucho mejor que la suya, sino porque yo no tenía que ir atento a la carretera, fui yo el que lo vio
En la puerta, cuando nos despedíamos de Carmen, coincidimos de nuevo con Anastasio, el hijo. Se había duchado y afeitado y se había puesto ropa limpia. No diré que gracias a ello pareciera el príncipe de Gales, pero al menos dejaba de parecer un indigente. Se despidió con dos besos de su madre, que le pidió que tuviera mucho cuidado en la carretera y le dijo que parara si le entraba sueño.
—Es lo mejor —la respaldé, con la autoridad que me daba mi condición de miembro de la Benemérita, ante un ciudadano que no tenía por qué saber que jamás había estado destinado en Tráfico.
—Siento mucho lo de su abuela —le dijo Chamorro—. No tenga usted duda de que quienes lo hicieron lo van a acabar pagando.
—Gracias —murmuró él, con la mirada empañada, y se fue hacia el coche, un Toyota blanco aparcado en la acera de enfrente. Ocupó el asiento del conductor, arrancó y enfiló la calle. Por el modo en que le vi conducir, no temí que estuviera abocado a estrellarse.
Antes de reunirnos con nuestros compañeros en el puesto local, donde teníamos nuestro centro de operaciones, Chamorro y yo nos dimos una vuelta por el pueblo para reconocer el terreno. Fuimos al lugar donde se había producido el robo, una calle estrecha y lateral por la que se atajaba, viniendo de casa de Luisa, hacia la parte del pueblo donde estaba la panadería. También llegamos hasta allí y luego volvimos caminando hasta la plaza, donde dimos con varios parroquianos que confirmaron el testimonio de Carmen. Finalmente subimos al castillo, en bastante buen estado, que coronaba el lugar. Desde él se dominaba una amplia porción de la llanura sobre la que se elevaba el altozano en el que se asentaba el pueblo. Más allá de las montañas que cerraban la planicie por el oeste se incendiaba ya el cielo, anunciando el final del día y la inminencia de la noche.
—Qué sitios más bonitos tenemos, ahí donde menos se lo espera uno —observé, sin poder reprimir mi admiración ante el paisaje.
—¿Y ese arrebato? —se extrañó Chamorro.
—No sé, andaba pensando en toda la gente apiñada en la playa junto a la que me he despertado esta mañana. No es que esté mal, pero el atardecer allí no es más impresionante que este que no mira nadie, salvo tú y yo. Con todas sus miserias, hay que dar gracias al oficio que tenemos por permitirnos hacer estos descubrimientos.
Chamorro asintió, pensativa.
—El castillo es imponente, no te lo niego
—reconoció—. Y la vista, formidable. Pero yo estaba pensando en que la jornada se nos va acabando y no veo mucho hilo de donde tirar. Los compañeros no tienen pistas sobre los autores de los robos, ni siquiera sabemos de forma aproximada su edad, más allá de que no parece que lo hiciera un dúo de octogenarios, y estamos perdidos en lo que se refiere a su procedencia. Parece que alguien vio un coche rojo poco después del asalto a doña Luisa saliendo del pueblo con dos sujetos a bordo. Ni matrícula, ni modelo, ni nada de nada. A partir de aquí, y salvo que aparezca algún otro testigo, apenas se me ocurre una posible vía.
—¿Cuál?
—La más rudimentaria de todas. Confío en que los compañeros les habrán pedido a las compañías telefónicas los datos de tráfico de las antenas de la zona en las horas próximas a la de los hechos.
—No les he preguntado, pero supongo. Es el protocolo, en caso de delitos graves, y me imagino que el juez se lo habrá autorizado.
—Si supones bien, y si alguno de los dos no se acordó de apagar el móvil antes de ir a dar el palo, habrá que mirar todos los números uno por uno, descartar a los paisanos honrados y comprobar a quién llevan los demás. Y rezar para que tengan la línea a su nombre.
Era una idea. Nos había dado frutos en el pasado. Pero tenía un inconveniente, que no me quedaba más remedio que señalarle:
—Eso va a llevar tiempo. Tengo otra idea. Antes de que oscurezca más, vamos a preguntarle al teniente por dónde vio ese testigo pasar el coche rojo con los dos individuos. Y vamos a echar un vistazo.
—¿Para?
—Nunca se sabe. Pueden haber dejado algún rastro.
Ribeiro me indicó la carretera en cuestión. Le pedí a Chamorro que condujera hasta la salida correspondiente y, cuando dejamos atrás las últimas casas, le dije que parara y me bajé. Eché a andar por la cuneta, barriéndola con la mirada. Todavía quedaba algo de luz, así que no necesité encender la linterna que llevaba conmigo.
—¿Y yo qué se supone que hago? —preguntó Chamorro.
—Pon las luces de emergencia, arrímate al arcén y vas detrás de mí con el coche. Y si puedes, mira tú también, por si ves algo.
Como era de esperar, y no porque mi vista fuera mucho mejor que la suya, sino porque yo no tenía que ir atento a la carretera, fui yo el que lo vio. A unos siete metros de la calzada y a apenas medio kilómetro del pueblo. Entre unos matojos secos, un bolso de mujer, no demasiado grande, de cuero negro algo desgastado. Fui a por él. Por suerte, estaba cerrado. Me enfundé unos guantes de látex, lo abrí y encontré en su interior una cartera de mujer con billetero y portadocumentos. Habían vaciado el billetero. Los documentos, en cambio, estaban todos. Desde la foto de su DNI perpetuo, la mirada de Luisa González, franca y cálida, me recordaba mi obligación.
[Continuará...].
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