Viernes, 07 de Febrero 2025, 10:07h
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Todas las cartas de esta semana tienen algo en común: de una o de otra forma, nos hablan del impacto que nos causan las personas que se cruzan en nuestro camino. Podría parecer una obviedad, pero no lo es tanto en tiempos en los que una parte de la existencia de muchos consiste en la interacción con creaciones artificiales, tras las que siempre hay personas, sí, pero cada vez más remotas. Hay quien se pasa las horas pidiendo dibujos o videoclips a herramientas de IA, hablando con chatbots que regurgitan lo que han leído en la web o irritándose en las redes sociales con lo que postean perfiles automatizados. Las formas en que puede dilapidarse el tiempo son casi infinitas, pero, como advierte un lector, no tenemos mucho, y es solo el que entregamos a otras personas el que le otorga sentido a la vida.
LAS CARTAS DE LOS LECTORES
Si no existiera, habría que inventarla
Si eres madre, te interesa: en tu organismo permanecen células de tus hijos cuya juventud te protege de enfermedades, incluso del cáncer. También células tuyas siguen en ellos toda tu vida. El fenómeno se llama 'microquimerismo' y, según el catedrático de Bioquímica y Biología Molecular Ignacio Núñez de Castro, «esas células del hijo van a aparecer en el corazón, en el cerebro o en la sangre de la madre». «Son células troncales, pluripotenciales, cuya misión –dice– es auxiliar a la madre cuando lo necesita. Esa vida que han dado les ha dado vida a ellas». La biología nos demuestra lo que ya intuíamos: la relación física de la madre con sus hijos no acaba en el parto, supera cualquier otra relación y dura toda la vida. A todos, como hijos, nos ha sorprendido cómo nos conocen nuestras madres. No les hace falta mirar ni estar: preocupaciones que buscamos acallar o dolores que ocultar son por ellas conocidos casi antes de que pasen. Creía que era solo por esa sabiduría del corazón. Ahora la ciencia suma otro motivo. «Este intercambio celular (añade Núñez de Castro) se produce en la anidación, al octavo día de la concepción». Es decir: las madres llevan incluso parte de los hijos que no llegaron a conocer por embarazos frustrados. ¿Saben las mujeres que sufren por haber perdido a ese hijo que estará siempre a su lado ayudándola a curar sus heridas? ¡Qué grande es la maternidad! Si no existiera, habría que inventarla.
Ernesto López-Barajas González. Santiago de Compostela
La vida eterna está en los otros
Leo que los abuelos que cuidan a sus nietos tienen un 37 por ciento más de posibilidades de vivir más. Oigan, Elon Musk, Walt Disney y todos los que añoran la eternidad: la vida eterna está en los demás, no en uno. A la vez, qué tierna condena vivir más para cuidar más a los nietos, pese a que con los años cansan más. También producen alegrías más plenas. Y penas y dolores más reales. Debería prohibirse que los hijos lleven a sus padres a residencias: si los tienen cerca y les dan a cuidar a los nietos, ellos vivirán más y los ayudarán. Qué son hoy, si no, unos padres que trabajan sin los abuelos. Así es la vida, siempre plantea silogismos donde hallar la salida exige arriesgar a costa de perder (en apariencia) lo que uno busca conservar. Yo no sé de nietos, sí de sobrinos, y estaría dispuesto a permanecer eternamente en esta tierra y disfrutar de su mirada inocente e ilusionada de la vida.
José María Cruz Martínez. Sevilla
Amigos a los 80
Muchos amigos a los 80 se han ido. Bastantes al otro mundo; otros, lejos por diversos motivos. Con los dedos de una mano cuentas los que quedan de primer nivel. Si con ellos puedes tratar de lo serio y de lo frívolo, reírte, discrepar sin enfados... tienes un tesoro. Cuídalos. No tenéis mucho tiempo.
José María Huidobro. Correo electrónico
¿Realmente merece la pena?
Cuando llega un bebé a casa nunca se sabe cuál será su futuro. Conforme van pasando los años, te vas dando cuenta de si es buen estudiante o si se decanta más por Ciencias o por Letras. Y un buen día te sorprende diciendo que quiere ser médico. Con estupor le preguntas si lo ha pensado bien, puesto que se va a tener que enfrentar a una selectividad durísima y a una carrera aún más dura. Cuando la contestación es irreversible, una se prepara para tiempos duros, pero ni en sus peores pesadillas se podía imaginar lo terroríficos que iban a ser los años venideros. Como dice la monologuista, tu hija no entra en una carrera, la abduce una secta, porque ya no la ves más: entre la Facultad, las prácticas y los estudios haces un acto de fe: sabes que tu hija existe, pero tú no la ves aunque viva en tu propia casa. Tú entregas a la carrera una muchacha saludable y al cabo de 6 años te devuelven una caricatura, color acelga, con ojeras hasta la barbilla y que parece un gremlin mojado. Termina la carrera y se enfrenta al MIR. Yo he visto monjas de clausura con más vida social que los opositores al MIR. Mi madre que era una auténtica dama y una belleza de mediados del siglo XX y que solo había estudiado lo básico y clases de adorno —pintura, música, literatura y bordado— se llevaba las manos a la cabeza. «Está criatura es una lástima —decía—. Se está perdiendo los mejores años de su juventud. ¿Es que no podía estudiar una cosa más sencilla?» Esa era su monomanía y tenía razón. Terminada la carrera, y hecho el MIR, llega la neura de coger plaza y ver si has tenido nota suficiente para optar a lo que te gusta. Teniendo suerte de haber podido coger la especialidad y el hospital que quieres empiezan cinco años de experiencias fuertes: la primera guardia (te quedas rezando porque le vaya bien), la consuelas cuando vuelve después de haber visto la muerte de un paciente. Te indignas con ella cuando te relata los insultos, o las agresiones a algún compañero y te alegras con sus triunfos. Una vez terminado el MIR empieza a trabajar como interina. «Pero hija ¿se sabe cuándo van a salir las oposiciones para consolidar la plaza?», preguntas ingenuamente. «Uy, mamá, hace quince años que no salen», te responde. Pasa el tiempo y por fin salen las dichosas plazas y todo vuelve a empezar: trabajo, guardias, estudio... Y todo esto aderezado con los hijos de la opositora. Cuando por fin se examinan, «qué alegría, ha merecido la pena, porque ha sacado la plaza», pero pasó un día y otro día, y un mes y otro mes pasó y de la plaza nadie sabía, aquella para la que tanto estudió. A todo esto hay que añadir la formación complementaria. Mi hija en concreto, preparó el doctorado, ha hecho no sé cuántos másteres, cursos universitarios, ha asistido a multitud de congresos, en los cuales ha presentado ponencias y nunca ha dejado de estudiar. Y ahora llega lo peor: parece ser que después de todo este sacrificio, los médicos no tienen derecho a nada. A los recién salidos del MIR, se les ofrece un contrato basura detrás de otro. Los que tienen suerte de coger un contrato un poco más largo, tampoco cobran como en el extranjero, ni mucho menos. Y empieza el éxodo de médicos jóvenes a otros países. Ahora pretende la ministra que tampoco puedan trabajar por las tardes y que sigan trabajando más horas semanales que cualquier otro colectivo. ¿Realmente merece la pena? Como madre aconsejo que digáis a vuestras hijas que estudien Cinematografía, así podéis acompañarlas a tomar apuntes para la carrera y de paso veis todos los estrenos.
María García Zapata. Correo electrónico.
LA CARTA DE LA SEMANA
Victoria Ananda
Al cruzarme en la calle con alguna chica latinoamericana, recuerdo a Victoria Ananda. En un vuelo desde París, mi mujer y mis hijos se sentaron los tres juntos y yo al lado de esta mujer de rasgos indígenas, propios de muchas mujeres bolivianas. Vestía un traje chaqueta de corte antiguo y había preocupación en su rostro. Nerviosa, miraba con insistencia hacia el fondo del avión. Según me contó, venía de turismo. Llevaba una guía de Madrid casi nueva y me preguntó qué lugares visitar. Se apreciaban en ella unos conocimientos y un nivel cultural bajos. Su insistente mirada hacia el fondo del avión se dirigía a un hombre, que también la observaba, y levantó mis sospechas: podría llevar alguna droga en su cuerpo, las conocidas como 'pepineras'. Desembarcamos en Madrid y su nerviosismo aumentó. El pasajero del fondo la seguía a una ligera distancia. El control del aeropuerto la detuvo. Aún me pregunto qué sería de ella y cómo sería su vida en Bolivia para aceptar un 'porte' a riesgo de acabar en alguna cárcel española.
Juan Antonio Urban Torada. Cartagena (Murcia)
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