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Conejillos de indias
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Los criterios medioambientales de hace 30 años han mutado en mandamientos intocables que marcan los designios de ExtremaduraHoy se celebran elecciones en Castilla y León y hemos visto imágenes, como era previsible en una campaña, de políticos en naves ganaderas, secaderos ... o bodegas; han hablado de lechones y de remolacha. Y todo eso le ha hecho mucha gracia a los encargados de comentar desde Madrid las noticias, acostumbrados a hablar ad nauseam de terrazas, transporte público, contaminación urbana y atascos, problemas que como no sufren los del campo parecen convertirles en ciudadanos de segunda, que cuidan terneros o siembran patatas.
Esa mirada de superioridad o ese acercamiento exótico, en el mejor de los casos, es lo que acabará por vaciar del todo lo que ya está despoblado, por más que coyunturas como la pandemia hayan revelado la importancia de quienes se dedican a producir lo que acaba en las neveras de la Gran Vía. El problema no es que un político hable con vacas de fondo; lo malo es que solo lo haga de forma improvisada durante las dos semanas de una campaña electoral, y no sea eje principal del conjunto de las políticas públicas, no solo las agrícolas: quien se dedica a la remolacha necesita médicos, colegios, carreteras y cultura, como cualquier otro. Lo poco habitual del debate es lo que le convierte en asunto risible para los que se ofuscan cuando tienen que pensar más allá de la M-30.
El turismo ha sido el gran invento para resolver en parte todo esto. El turismo rural, igual que 40 años antes lo fue el de playa. Y en el caso de Extremadura, tanto nos esforzamos en proclamar que somos un paraíso natural, aunque fuera por falta de comparecencia del desarrollo industrial, que se nos fue la mano.
La región se encuentra atrapada en una Red Natura que se diseñó hace tres décadas partiendo de un enfoque maximalista de que cuanto más, mejor, que nadie se ha atrevido hasta el momento a suavizar siquiera por el temor a parecer poco verde y pagar las consecuencias. Los valores naturales son unas de las fortalezas de Extremadura, no hay duda, pero llevan camino de convertirse también en su gran freno si no se abordan desde una perspectiva adaptada a los nuevos desarrollos y potencialidades. El presente son paradojas como rechazar las energías renovables porque las plantas fotovoltaicas no encuentran terreno que no sea superficie protegida. Eso no es morir de éxito, eso es morir lentamente.
El complejo Isla Valdecañas ideado hace casi dos décadas y tan de actualidad por la decisión del Tribunal Supremo de demolerlo entero, responde incluso a un modelo antiguo de turismo de golf, pero bajo el peso de todas las sentencias acumuladas, informes científicos de cientos de páginas, ecologismo de clase y declaraciones políticas, lo que subyace es la pregunta de por qué se consideró que la isla artificial merecía ser un espacio a proteger y, sobre todo, por qué esa decisión, que en su día pudo tener su sentido, no puede ser debatida y modificada para nunca de los siglos jamás, ni siquiera cuando se comprueba que el cambio favorece a su entorno, es decir al ser humano. ¿Los criterios medioambientales fijados en su día han mutado en mandamientos intocables de una nueva religión que marca los designios de Extremadura? Eso parece.
En Berrocalejo, el pueblo al que pertenece junto a El Gordo la isla de Valdecañas, servidor un día entrevistó al último niño que había nacido por entonces. Medía 1,80 y tenía 15 años. Estaba empezando por entonces el movimiento de tierra del resort de lujo. Y de Berrocalejo es quien ha hecho el mejor resumen que puede escucharse de la última decisión judicial. Se manifestó contra las primeras máquinas y se sigue considerando ecologista, pero Justo declaraba el jueves a Antonio Armero: «Nos han cogido como conejillos de indias para alertar sobre las construcciones ilegales en España». En Madrid se siguen riendo de nosotros.
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